lunes, 31 de mayo de 2010

Mangos (fragmento)

(Si quieres leer la versión completa, me avisas)


Cualquiera que pase una noche de junio en la casa de mis padres, si tiene un sueño ligero o pesadillas poco interesantes y duerme con atención y no ronca y no espera; quizás pueda oír en el medio de la oscuridad, el golpe pastoso de los mangos estrellándose contra la tierra húmeda. Son decenas de ellos. Muchos más de los que mis padres o las enormes iguanas que pululan en los patios tropicales podrán llegar a comerse en su vida. Son perfectos para comer picados, con aderezo de pimienta negra sal y vinagre, como le gustan a mi pequeño Diego. Lo llamé así en honor del legendario “Pelusa”, aunque mi esposa lloró y pataleó de la rabia. Me gusta verlo con la boca embarrada de fibras amarillas y jugo de mango goteándole por la quijada. “Abuelito me lo dio”, me dice sabiendo que esas palabras lo justificarán. Sus ojitos oscuros brillantes y su cabello bronceado participan del delicioso desastre.
Mientras mis hermanos y yo vivíamos en la capital, papá nos empacaba docenas de mangos verdes para organizar nuestras famosas chupatas de ron Carta Vieja y Coca-Cola amenizadas por brochetas de mango con ceviche de camarón. Cuando estábamos muy limpios bastaban los mangos con sal, pimienta y vinagre. Al que fallaba una pregunta de Derecho Romano, le tocaba un shot de Carta Vieja en strike. Esas eran nuestras reglas.
El árbol de mango estuvo allí desde siempre, pero las frutas no siempre fueron las de hoy. Antes casi no había mangos. Y si los había eran chiquititos y la mayoría de las veces cuando les metías el cuchillo, te encontrabas que por dentro tenían como una enfermedad negra, que al final acababa con la fruta. Siempre escuché que era una mosca que vivía como gusano dentro del mango y se lo comía justo cuando empezaba a madurarse.
Pero de repente, todo cambió. Hoy los mangos sobran. Todos sanos. Todo el año. Con sol o con lluvia. Imagínense que una vez comí tanto, pero tanto mango, que caí al suelo inconsciente. Al menos eso es lo que recuerdo.
No exagero. Del mismo árbol salen varias clase de mango que mis papás venden hasta al programa Compita, lo cual les reporta una ganancia como de 500 dólares al mes.
Rojos, verdes y amarillos. Mangos. Miren. Cuántos.
Pero, como ya les dije, no siempre fue así. Esta es la verdadera historia.

sábado, 15 de mayo de 2010

El f... viaje


El chiricano promedio, que vive en la ciudad de Panamá mientras estudia, viaja cada dos meses a la Ciudad de David, provincia de Chiriquí. Esto implica un aproximado de siete horas de ida y siete horas de vuelta, seis veces al año, por utilizar unas cifras conservadoras. 14 horas por seis da a un gran total de 84 horas, lo cual son tres días y medio de viaje.
El primer paso traumático es conseguir boleto en nuestro equivalente a la temporada alta. Luego de que lo consigues tienes que luchar contra el súper astuto que te quiere convencer de que el boleto de la ventana es de él y no el tuyo. Luego el ayudante del conductor espera a que yo me duerma para prender las luces y pedirme el boleto, que para ayudarme, se cayó al fondo de mi mochila.
Si ponen películas me mareo, y me dan unas náuseas horribles. De más está decir que no puedo leer durante esas siete horas porque también me provoca ganas de vomitar. Si no ponen películas me aburro. Si no ponen música el viaje se hace interminable, pero cuando ponen música y sin el menor ánimo de ofender a nadie, los gustos musicales del chofer difieren de los míos, de una manera más que sustancial.
El hit parade se inicia con una emisora tropical hasta que se vaya la señal. Cuando el pavo del chofer se cansa de oír la señal entrecortada, como a la altura de Cerro Campana selecciona una aturdidora tanda de salsa hipertropical, que termina haciéndome detestar cualquier cosa que suene a “Vivir sin ella”.
Cuando ya pienso que no puedo más, que nada peor podría sucederme, se inicia la tanda típica, que se prolonga aproximadamente todo el resto del viaje. Como a la altura de Playa Las Lajas, el chofer se compadece de mí y coloca su exclusiva selección de Los Ángeles Negros, Claudia de Colombia, Leo Dan y Juan Gabriel. Durante todo este intervalo el supuesto “Expreso” en el que me monté, ha parado en todos los lugares donde pueda parecer que hay un prospecto de pasajero y la hilera de galones de pintura acolchonados ha llenado el pasillo del bus a tope.
Nunca faltan los pasajeros que se han confundido y en vez de tomar la Chivita Parrandera han tomado el bus Panamá-David. Este tipo de pasajero intenta sobrepasarse con la pobre víctima de al lado, con el viejo truco de hacerse el dormido. Es entonces cuando la breve siesta que estoy tomando se ve violentada por los gritos de la mujer exigiendo justicia y que bajen al borracho.
A veces el aire acondicionado es tan frío que mi alergia se alborota épicamente, efecto que se ve incrementado al imperdonable hecho de que la pasajera de al lado esté viajando con su French poodle en brazos. Claro que si tengo que escoger entre el borracho y el perro, creo que salgo ganando. ¿No les parece?
El otro fenómeno que se da en los viajes en bus es el de la dichosa parada en Santiago, se prolonga indefinidamente ya que a la hora que sea, los pasajeros tienen hambre y no de picaritas, si no de plato fuerte y postre con todas sus consecuencias que este tipo de alimentación conlleva. No me extiendo sobre este particular. “A buen entendedor, pocas palabras bastan.”
Dejaré de lado las únicas dos velocidades que conocen los choferes: Tortuguil (recojo a todo el que pueda) o Velocidad de la luz (alma que lleva el diablo, también conocida como cuatro-horas-quince – minutos); el llanto de un bebé justo cuando agarré un sueñito, la colisión con ganado en soltura, los flats, el aire acondicionado dañado, el clásico pasajero que se quedó en Santiago, el tipo que ronca como una motocicleta averiada y hay que devolverse a buscarlo. También está el viajante de atrás al que le incomoda que inclines tu silla al máximo o el de adelante, que se jura que está cómodamente acostado en su casa.
La verdad es que entre el tiempo que transcurre, desde que me subo al bus hasta mi destino, ya he renegado tantas veces del susodicho viaje que se me quitan las ganas de reflexionar sobre las cosas verdaderamente importantes de la vida.
No sé por qué, pero cada vez que emprendo el odioso viaje se me antoja que alguien le ha puesto un pedacito más a la interamericana. Ni hablar de que cuando llegas a la terminal a las cinco de la mañana, con sueño, sin cepillarte los dientes, muerta de frío y te expones una lucha titánica por el retiro del equipaje. Y, o no hay taxis o hay 18 hombres casi dándose de golpes por quitarte la maleta de las manos.
El móvil de este pequeño escrito, no es el de corregir ninguno de estos problemas, que ya forman parte de la idiosincrasia del transporte colectivo interprovincial panameño. Creo que podría ser peor.
El mensaje es para mis papás y para todos los padres que se vean identificados con los míos. Parafraseando un bolero: “No es falta de cariño, los quiero con el alma” pero mi paciencia no da para más. Los chiricanos en el exilio tenemos que pagar un alto precio, para gozar las múltiples bendiciones de nuestra tierra. Mis rótulas y mi columna no aguantan mayor asiduidad que la que les ofrezco: vengan a verme (o páguenme el boleto de avión).

RAMÓN FRANCO: REINVENTANDO EL NEGOCIO MARÍTIMO

Por: Klenya Morales de Bárcenas (@klenyamorales) Especial para la Revista Viento y Marea de la Autoridad Marítima de Panamá  Ramón Franco n...