Amar dos veces
Por: Klenya Morales de Bárcenas
Publicado en el Suplemento Ellas, del Diario La Prensa, en su Especial de Maternidad
del Miércoles 14 de Octubre de 2014
Te gradúas de cuanta cosa puedes. Te realizas como
profesional. Todos están orgullosos de ti. Encuentras (en mi caso reencuentras)
al príncipe azul. Tienes la boda de los sueños. Ni en Hollywood. El plan era
tener unos cuatro hijos. El plan era ser felices para siempre. Nunca fui ni soy
chiquillera, pero me parece que la dinámica de las familias grandes, una vez
superados los difíciles primeros años, debe ser muy divertida. Con ilusión
esperamos a nuestro primer hijo, luego de una historia de novela de 13 años. Y
la trama cambió, radicalmente. Llegó Juan David y me enseñó a ser mamá de
formas muy diferentes. Y a ser feliz de maneras no convencionales.
Al tener en tus brazos a un primogénito “especial”, como
políticamente es correcto llamar a niños como mi hijo, es comprensiblemente
humano tener miedo. Querer salir corriendo. Y confieso que lo tuve. Por mucho
tiempo. Tanto fue así que tiré por la borda mis planes. Me sentí incapaz,
culpable, furiosa, me rendí varios miles de veces. Y me sigo rindiendo. Pero
cuando tienes a un hijo como el mío, también aprendes que si el no “se echa”,
menos derecho tienes tú de echarte.
Audífonos, terapia, operaciones, citas, especialistas. Vivir
con el miedo y hacerte su amiga. Esa es toda una historia. Pero la intención de
estas líneas es contarles cómo recuperamos nuestra vida y cómo resucitaron
nuestros sueños.
Mi esposo me recuerda el día en el que le dije que ya no
tenía miedo y que quería volverlo a intentar. De eso hacen como 3 años, si no
es que más. Yo no recuerdo cómo, pero simplemente pasó, en un momento dejé de
estar asustada. Pensé que la vida es muy corta y que no tendría otra
oportunidad de construir la familia que soñé frente a Dios. Y luego de que los
planetas se alinearan, y que el doctor dijera que mis probabilidades disminuían
por día, y que el cardiólogo de Juan David hubiera puesto fecha a la tan temida
cirugía de corazón abierto, nos salió un positivo, que yo me esperaba. Casi
desde el minuto cero lo supe. Se nos había dado otra oportunidad. La vida
comenzaba a exigir más dentro de mí y me metía en este enredo emocionante que
pensé que no volvería a experimentar.
Hoy exhibo una pancita de ocho meses, seis años después del
nacimiento de mi Juan David y con el reloj biológico bastante en contra. La
gente me mira. Unos con alegría. Otros con cara de “ésta no aprende”, otros con
la frase “Juancito necesitaba un hermanito, eso le hará mucho bien”. Y a mí no
me es dado juzgar, sus juicios, valga la redundancia. Pero he llegado a la
conclusión de que estas historias suceden para que uno las comparta. Si no, ni
las risas ni el llanto habrán tenido sentido.
Este segundo bebé, viene a un mundo complicado pero hermoso.
A un mundo en el que nadie cree en la magia, ni en los milagros, ni en los ángeles.
Un mundo en el que les dicen “conjuntos de células” a los pequeñitos. En el que
la gente no cree en el amor, ni nadie quiere sufrir y todos tienen “derecho a
ser felices”. Un mundo en el que los hijos son una complicación, y mejor te lo
piensas dos veces.
Todos me preguntan si es niño o niña. Cuando digo que no
sabemos, no lo pueden creer. Queremos mantener el secreto. El doctor obviamente
sabe, pero se ha prestado a nuestro juego. Porque hay misterios que valen la
pena. Porque me encanta llevarle la contraria al sistema, como cuando puse
dinero en mi ramo de novia, porque me daba coraje que las mujeres se maten por
agarrar un manojo de flores, sin otro incentivo que no sea el del futuro
marido.
Y estoy disfrutando esta segunda maternidad con la misma
ilusión y los mismos miedos, sino es que un par de miedos más, pero con
lecciones aprendidas y esperanza de que las cosas no sean tan extrañas esta
vez. Todo se me ha olvidado. Y aunque lo recordara bien, ésta será otra
historia. Es otro proyecto. Otro sueño. Arriesgado, pero sabiendo que no estoy
sola. Que nunca lo estuve.
Juancito toca mi panza y sabe que algo ha cambiado. Es complicado
hacerle entender lo que va a suceder, cuando yo sé perfectamente que nada es
exactamente como uno lo planea. Cuando el nuevo bebé tenga 10 años, yo tendré
49. Y Dios sabe que no estoy segura de tener las energías. Como no las tuve la
primera vez. Mi esposo, hace cuentas, planifica, se preocupa por lo que sienta
Juan David sobre su hermanito (a), trata de contener los nervios. Ya le hemos
comprado un body del equipo de
Argentina. Sea niño o niña, será hincha, hasta que decida lo contrario po su
propia voluntad.
Tengo nuevos planes, sé cosas nuevas. Tengo más paciencia.
Supongo que soy mejor ser humano que cuando sólo pensaba en mi propia felicidad
y en mis proyectos. Cuando creía que la felicidad estaba en la perfección y el
éxito, tal y como lo define la sociedad en la que vivo. Soy hija mayor y hasta
donde entiendo la situación del segundo hermano es, digamos, interesante. El
nuevo bebé tendrá la ventaja de tener una mamá que ya ha visto latir el corazón
de un hijo, y tenido que entenderlo sin lenguaje. De un papá que a la fuerza
entendió que el amor va muchísimo más allá de las palabras. Literalmente.
Quiero para este bebé un camino nuevo. Sin proyecciones. Sin
límites. Sin tantas piedras como las que le han tocado a su hermano. No lo voy
a negar. Eso no implica que tenga bendiciones especiales para mi bebé. Que le
guste leer. Que no tema amar, pero que no ponga su corazón en las cosas de este
mundo. Que sea libre y valiente y que se arriesgue a tirar las redes. Mientras
escribo estas líneas me patea con fuerza, como diciendo “Mami, no cuentes mis
cosas, yo no los conozco”. Y yo le contesto, que a su alma le ha tocado habitar
dentro de una mamá a la que le encanta contar historias, y que tendrá que vivir
con eso.
El miedo y el amor no saben convivir. El amor es complicado.
Pero les puedo asegurar que el corazón está diseñado para amar dos veces. Y
todas las que sean necesarias.