miércoles, 28 de octubre de 2020

El lado oscuro de mi 2020


 

Por: Klenya Morales


Cuando escribí el único artículo que he podido redactar en pandemia (170 días en casa, 29 de agosto de 2020 https://laesquinadeltriskel.blogspot.com/2020/08/170-dias-en-casa.html?spref=tw), mucha gente se conmovió hasta las lágrimas. Por eso pido disculpas, —que no son reales del todo, porque yo siempre busco que la gente sienta cosas con mis escritos. Que sientan lo que sea, pero que sientan algo. Mientras otros me querían matar por “romantizar” esta época tan jodida que nos ha tocado vivir. Que, ojo, si la comparamos con muchas otras crisis de la humanidad, pues de repente no es tan focop.

Después de pensarlo, creo que ya sé qué fue lo que pasó. Y he aquí la excusa para mi falta de empatía pandémica. Yo aún no había vivido el verdadero calvario de este año: la nefasta escuela virtual.  Olvídense de tener que cocinar todos los golpes para alérgico, gluten free, bebé y medio que dieta; hacer pizza casera, la ley seca o de los días de hombres y días de mujeres, que parecían salidos de una pesadilla de Margaret Atwood. Yo no había visto nada, porque mis hijos empezaron clases en serio hasta el final de agosto y yo no tenía idea de lo que las demás madres venían sintiendo hacía ya varios meses. Y ahora que lo viví, no se lo deseo a nadie. Encima de eso, el bebé aún no caminaba y aunque no estaba escribiendo nada nuevo, pues tengo una casa y un trabajo, sí debo confesar que estaba vendiendo los libros nuevos a dos manos. Estaba motivada por la crisis, tripeando la novedad, mi esposo estaba en casa todo el tiempo, tenía material nuevo y el vaso estaba medio lleno. Sin quererlo estábamos poniendo ganchitos a cosas que estoy segura que de otra manera, no habríamos cumplido.

La escuela virtual para Cutín implica atención total todo el tiempo y como el 6yrold está aprendiendo a leer y escribir y necesita unos 75 snacks durante las clases, toca subir y bajar escaleras, limpiar charquitos de agua, buscar goma, atesorar rollos vacíos de papel higiénico, barrer migas y ante todo, estar allí, porque si no, el chiquillo cierra la cámara y se pone a jugar Roblox en vez de aprender a sumar. He tenido que hacer mamparas negras para que pongan atención. Tuve que desalojar al bebé de su cuarto, dejarlo damnificado en un corralito que parece diseñado por el mismo Lucifer (tuve que ver 7 tutoriales, desbaratarme las manos y gritar de rodillas y con los puños hacia el Cielo para poder armarlo) y convertir su cuartito que decoré con tanto amor, en salón de clases/oficina, que todos tienen que usar por turnos.   

Con la aberrante escuela virtual, también se presentó una de las peores pesadillas de este tiempo, la cual ha sido mi porquería de impresora. En verdad he llegado a desarrollar un odio visceral por este aparato. Siento náusea cada vez que hay que imprimir algo. He llegado al punto en que me he tenido que poner a dibujar las figuritas requeridas. El artefacto huele el miedo, la prisa, la ansiedad. El 70% de la tinta se gasta literalmente en que la impresora tire páginas de prueba de tinta. No exagero. La HP (Es la marca real y juro que hasta en eso se burla de mí) me ha hecho llorar de la rabia e impotencia de no poder tener las tareas de los niños al día. Ningún ser humano debería manejar esos niveles de frustración por culpa de una máquina. La odio con cada fibra de mi ser y deseo más que nada estrellarla contra una pared o destruirla con un mazo. Pero en estos momentos no podemos darnos esos lujos.

Se murieron Eddie Van Halen, el vocalista de The Outfield y Pau Donés. Lloré por todos. 

Cuando yo pensaba que ya me había pasado todo en este desafortunado año, pues nada, alguien picó una línea de gas en la barriada, y un par de horas después la administración nos mandó un correo todo casual, diciendo que no vamos a tener gas por unos sesenta- y- fucking- cinco- días. Al menos. Dude, yo tengo 3 hijos y quien me conoce bien, sabe que mis Gremlims son el equivalente a tener 7 en la vida real. Tenían que ver cómo me desmoroné frente al pobre señor que venía a instalar los tanquecitos de gas, casi al borde de las lágrimas, manoteándole y exigiéndole que tuviera piedad y me pusiera el tanque de gas en la secadora en vez de la cocina, porque con tanto niño y sin tendedero, yo me iba a volver loca. La gente me miró con cara de WTF y lástima. O al menos eso me pareció a mí, porque como todos sabemos, detrás de las máscaras, pues sabe Dios qué cara pone la gente en verdad. Me parecía a la gente esa que buscan soporte emocional porque Trump ganó las elecciones del 2016. Perdí la cabeza. No estoy orgullosa. No fue mi mejor momento.

El bebé se cayó sobre el filo de una mesa y hubo que tomarle once puntos en la frente. La gente nos miraba en la urgencia y me hacían sentir como la peor madre del Sistema Solar. De nuevo estoy asumiendo, porque reitero, no se le puede ver la cara a nadie. 

Me fui a cortar el cabello, pero por andar tuiteando no presté atención y bueno, solo les puedo decir que después de un mes aún me miro al espejo y lloro. No tengo la actitud para sacar adelante mi corte. Lo sigo intentando todos los días, pero ya no hay nada que hacer y al fin y al cabo no es como si mi vida social fuera un éxito en estos momentos. Espero que antes de Navidad crezca un poquito, para tomarme alguna foto decente.

Una noche serví una cena de risotto de camarones, con Catena Malbec y puse un playlist súper romántico. Pero los vecinos, con quienes me llevo super bien, tenían una bocina mejor que la mía. Y tenían típico. Luego pusieron bachata --cuando escuché a Romeo cantando 'Lágrimas', de José José, me dieron ganas de clavarme el tenedor en la oreja. Como se imaginarán, al carajo la atmósfera romántica. Pero me lo tenía merecido. Yo grito los nombres de mis 3 hijos de 6 de la mañana a 9 de la noche, seguidos de “bájate de allí”, “sal de la regadera ya” y otras bellezas que no voy a decir, no sea que me denuncien a las autoridades y Dios sabe que ellos me contestan con llantos que se escuchan a una cuadra. Ellos jamás se han quejado así que mi autoridad moral para reclamarles por un par de bachatitas inocentes.  La verdad sea dicha, comer fuera de la casa es una opción descartada por los momentos. Los restaurantes se quieren sacar el clavo de los 7 meses de lockdown y eso no va a ser a costa de mi bolsillo. Ni quiero ni puedo. Así que más me vale bancar el gusto musical de mis 4 vecinos colindantes. Es parte del sacrificio. Al menos no es como si nos estuvieran bombardeando aviones alemanes en el medio de la noche.

Confieso que varias veces me hice la loca y todo el mundo terminó cenando cereal o galletas, que no apagué el televisor en medio de una escena medio que fuerte con los kids revoloteando, que no estoy segura si alguna vez limpié a un niño con Clorox wipes y que he reemplazado varias comidas sólidas con mamadera, que me los he quitado de encima varias veces dándoles el celular y que a veces me quedo en el estacionamiento 10 minutos después de haber llegado del súper. Soy una simple humana.

Hoy había que transmitir LIVE un circuito deportivo diseñado mi kid de primer grado. Mientras yo corría detrás de él por el patio con la computadora, y él saltaba sobre unos conos anaranjados y ensartaba unos aros en un poste, pues nada, sucedió que pisé un lodito raro, y el 6yrold gritó en vivo a todo el resto del salón: “Mami, pisaste un pupú”. Tuve que esperar hasta que la filmación acabara y mientras me limpiaba con la hierba.  Señoras y señores: el 2020, siendo 2020, hasta en los pequeños detalles.

En fin. Esto es lo que es. Y nos toca lidiar con nuestras realidades. Aún nos quedan unos 60 días de este giro alrededor del sol. Si sabemos rezar, no es un mal momento para hacerlo. Y si me vienes a decir que cómo me quejo mientras otros están viviendo verdaderas tragedias, entonces no entendiste el post.

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