domingo, 22 de julio de 2018

Crónicas estrogenadas. Primera Crónica. Volver a empezar

Colección de Cuentos,
ganadora del Primer Lugar
Concurso Nacional del IPEL, Panamá


Volver a empezar
Despertarse a las cuatro de la mañana. Amanecer sin luna. Oscuridad interrumpida por las luminarias de la calle. Con el tiempo, el cuerpo se acostumbra a maldormir, a funcionar en piloto automático para que el engranaje no se detenga. En algún momento de su historia ella dejó de vivir para simplemente sobrevivir. El agua está helada y ella decide hervir un poco en la olla de hacer pasta para echar en un tanque que siempre guarda dentro del baño, así los niños podrán usar un poco de agua tibiecita.  Pero por más que mire el agua con insistencia, no va a hervir más rápido. El sol no saldrá por buen rato sobre la mancha deforme en la que se ha convertido la ciudad, ciudad que extiende sus tentáculos hambrientos en todas las direcciones, sin densidad, sin planos, sin objetivos. Hacer desayuno para Héctor y los niños, revisar maletas, despachar a Santi a la escuela en el busito de contrato, que llega a buscarlo a las cinco y diez. A Rosita la dejan directamente en la escuela porque queda de paso. La maleta de Santi es de Batman y la de Rosita es de unicornios, con loncheras a juego. Santi está un poco grande para usar mochila de Batman, pero la verdad es que está buenecita y la puede usar un par de meses más.  Salir tempranito para evitar el tranque del Corredor. En un solo carro, porque si no las cuentas no salen. Pero el esfuerzo y la logística son por el gusto, porque todo el mundo tuvo la misma idea. Hacer un trayecto que sin tráfico toma 20 minutos, en dos horas. Un desastre. La idea es conversar durante el viaje para compartir en familia, pero nadie dice nada. El silencio del amanecer se traga las buenas intenciones. Adela trata de echar otro sueño. A Rosita hay que despertarla al llegar a la escuela.  Luego llegan al área bancaria y Héctor se va caminando a su oficina. A Adela le queda la tarea de resolver dónde parquearse; coloca las manos en el volante, suspira y piensa “Nombe noEsto no es de Dios”.
Como la mayoría de los empleados del área financiera de la ciudad, Adela no tiene estacionamiento bajo techo. Cuando le toca llevar el carro –ella y Héctor tienen un “sistema logístico”—, se estaciona día a día a varias cuadras de la oficina, jugándosela entre zonas de no se estacione, líneas amarillas e hidrantes. Adela se pasa el día con el estrés de que las grúas del Municipio no pasen cerca de su carro. Obvio que los abogados sí tienen parkings bajo techo, para los Porshe, las Prado y uno que otro Maserati. 
Adela sabe que uno no se maquilla antes de llegar a la oficina, o la base se le va a derretir junto con el rímel y el delineador. Más vale entrar al trabajo con la cara lavada que parecer un mapache. Paraguas, periódico, cartera y portafolio, Adela se aventura a caminar hacia su oficina, a ver si le queda tiempo de corregir lo que puede. Siempre hay que lucir al mejor nivel de sus posibilidades, aun cuando el sueldo a veces no alcanza para cubrir los gastos que acarrea reflejar una estampa glamorosa en todo momento.
En la época lluviosa, todo se ve del color de la plata vieja y sin pulir desde los ventanales de piso a techo de la Torre BancoSur, al igual que desde el resto de los edificios que definen el horizonte de la ciudad.  Y pasa lo mismo de siempre. Todo comienza con una lluviecita pendeja. 30 grados Centígrados afuera y 16 adentro. O te cocinas en el trópico o te congelas en una morgue. No hay punto medio. Los cristales se empañan y uno no puede aguantar la tentación de escribir su nombre sobre la condensación.
Si tienes oficina en una esquina puedes llegar como a las once. Para eso eres jefe. Las gotitas de lluvia surcan las ventanas de los bufetes y bancos, de transnacionales y casas de valores. Los ejecutivos de los gigantes de las finanzas pueden mirar hacia el piso y ver a los de a pie, — que son los que pagan los intereses de sus casitas en el suburbio por 30 años o hasta morirse, lo que ocurra primero— tratando de llegar a sus trabajos para buscarse la vida. Gente promedio, con oficios promedio y sueldos promedio.
La calle aún está medio dormida. Es quincena y juega el gordito. Los billeteros agitan su mercancía sobre los parabrisas de los autos. Los árboles tiemblan, los pájaros salen graznando a toda velocidad.   Las palmeras bailan, se doblan y sacuden. El aguacero es evidente. Los charcos comienzan a formarse en los huecos mal rellenados con asfalto. Los burócratas del centro financiero encorbatados, las oficiales de banca privada en tacones y medias de nylon— o con chancletas de plástico para cambiarse en la oficina, avanzan saltando y tapándose la cabeza con carteras, portafolios o loncheras.   
Al llegar a la oficina marca el reloj y se mete al baño para hacer un control de daños en su ropa, cara y cabello. Luego comienzan la faena y el intercambio de saludos diarios e historias sin importancia.  La oficina es una mezcla de perfumes.  De Chanel No. 19, pasando por Amarige y terminando hasta en Pachulí. En el aire se escucha ese zumbido sin sonido de los monitores. Las secretarias se ven un poco azules, como el reflejo de las pantallas de las computadoras. 
Esta ciudad cree que le ha ganado al mar. Los edificios van dando forma a la silueta del área bancaria. Los muchachos que venden periódicos bajo los semáforos buscan refugio con caras de tristeza y frustración. Los vendedores de desayunos pedalean con todas sus fuerzas en las bicicletas para proteger su carga de empanadas y hojaldras envueltas en bolsas de papel manila con manchas circulares de grasa. No hay muchas ventas cuando llueve y cuando hace sol tampoco se gana bien.
            Alegres estudiantes corren por las calles con las camisas blancas y celestes pegadas a sus pieles, tratando de competir por agarrar un puesto en el Metrobus de la ruta Calle 50. Parece que será otro día sin ir a clases. 
 Para variar.
El día de trabajo va sucediendo automáticamente. Reuniones que pudieron haber sido un correo electrónico, usuarios que no aprenden a cerrar las ventanas de la computadora y se quejan de la velocidad del internet. Bochinches de oficina. Conferencias por Skype que se caen, facturas que no facturan. El Dr. Fulano bloqueó su celular porque se le olvido la contraseña. Almuerzo en el puesto de trabajo. Algún gracioso trajo pescado y lo calentó en el microondas de la oficina. Todo huele mariscoso. O a pollo con brócoli. O a lo que sea.
A las cinco de la tarde en punto, Adela acerca su tarjeta al reloj. No puede evitar sentir un poco de vergüenza por el apuro, pero tienes que salir volando del trabajo. No hay huevos, ni jugo, ni pan, ni leche —ese pensamiento le ha estado rondando por la cabeza todo el día como un mantra. Pero el jefe te llama al celular justo cuando está a punto de entrar al elevador.  Hay un fuego que apagar. Y cuando te das cuenta que no va a llegar a tiempo a la guardería en donde dejas a Rosita, llama a alguno de sus hermanos para que le haga el favor de buscarla y quedársela hasta que ella pueda llegar. Pero no lo puede hacer todos los días, porque ellos también tienen sus vidas. Sus problemas. Sus luchas. Y cuando compara sus problemas con los de ellos, sin dudarlo se queda con los suyos.
            Y uno espera que el día siguiente sea diferente. Pero nada cambia. Es la más leal del equipo. Ya son diez años de trabajar en la firma de abogados más grande del país. Tan es así que allí donde haya un consulado panameño, allí tienen ellos una sucursal. Son los misterios del poder. Pero nada de eso es problema de Adela. Su problema es ser una profesional en lo que hace y estar obsesionada con hacer un buen trabajo. Con la perfección. Se lleva los problemas de la oficina a la casa. Está on call todo el tiempo. Tiene a su haber decenas de horas extras que nadie le va a pagar. Nunca se sabe cuándo va a colapsar la sucursal en Shanghai, Oslo o Pireos. Nunca se sabe cuándo se va a ir la luz y se amenace la integridad de los servidores. Nunca se sabe cuándo a Anonymous se le va a ocurrir atacar su base de datos y la oficina se convierta en un blanco fácil para la segunda parte de los Panamá Papers.
            Es duro darlo todo en el trabajo, hacer una maestría mientras estás embarazada, preocuparte por la empresa como si fuera tuya y tener siempre presente que no tienes el apellido adecuado para aspirar a una Vicepresidencia. Y no solo es eso. Pasa que es mujer y en esa firma, las mujeres no son material gerencial. No tiene ninguna influencia o amigo arriba de la escalera de mando. Su jefe puede no haberse graduado de nada, pero mientras él no se jubile, ella no puede aspirar a más que ser su secretaria ejecutiva sobrecalificada. Y si aunque fuera le pagaran las horas extras y le subieran el sueldo acorde a tu desempeño, pues bueno, no hay reconocimiento pero hay platita, ¿no?  Pero pareciera que, de algún modo, incomprensible y misterioso, a la firma le conviene que uno no esté bien pagado. Que viva apretado. Quizás para que uno se mantenga con hambre de éxito. Te ponen la zanahoria en frente, como sale en las cómicas.
            Eso lo piensa Adela mientras recuerda que Santiago se está quedando en Matemáticas y que por más que trates de explicarle la tarea a las diez de la noche, —cuando al fin lo puedes ver—, hay muy pocas probabilidades de que salve ese fracaso. Un tutor está fuera del presupuesto familiar. El psicólogo va a costar otro bollo de plata. Y ni hablar de una rehabilitación, que va de la mano con un contrato de busito que lleve y traiga a Santi durante el verano.
            Desde que recuerda, Adela ha estado rodeada de mujeres trabajadoras, incansables, creativas. Mamá. Tías. Maestras. Profesoras. Costureras. Abuelas. Amigas. Mamás de las amigas. Lo que es más, siempre le pareció que una mujer con grados universitarios que se queda en casa exclusivamente, no es algo común. Y aún si lo hacían, eran unas expertas en su casa. Menús variados. Vajillas para invitados. Jardines siempre verdes. Casas adorables, hijos y marido impecables. Nunca percibió ninguna de las dos tendencias como una traición a su naturaleza de mujer.  
            Hasta que le tocó atender a su propia familia. Entonces se dio cuenta de que los platos no amanecen limpios por arte de magia, mientras uno duerme. 
 Ni se llena la despensa. Ni la plata se estira milagrosamente. 
            Fue un poco sorpresivo ver que la chequera no se balanceaba sola ni te manda una alerta cuando está a un solo dólar del límite inferior. No hay elfos que laven, doblen, planchen y guarden la ropa, ni las citas médicas del Seguro o de la Privada se hacen solas. Ellos no te llaman para hacerte la vida más fácil.
 Nada de eso.  En la escuela te hablan del abecedario, pero nadie te previene que habrá muchas otras “letras”.  El carro, la casa, Fenosa, IDAAN, Aseo, el Corredor. Y las tarjetas de crédito hasta el tape. Y ni hablar de la porquería de banco con la que se metió, en el cual ningún ser humano te atiende.  Cuando necesita algo, llama por teléfono y se demora veinte minutos entre menúes y grabaciones sin color de voz.
            Como en el caso de Adela, que la casa esté limpia no es un capricho. Da la casualidad de que sus hijos, su marido y hasta ella misma, son alérgicos a cualquier manifestación de polvo.
            Los amigos llegan a casa —un poco menos cada mes— y todo debe ser perfecto. Las cervecitas frías, el ceviche, los patacones… Los electrodomésticos se dañan, y de la nada Adela tiene que conseguir 200 dólares para cambiar los cauchos de la nevera que compró de paquete hace dos años.  Hay que darle mantenimiento al carro, lo cual puede superar con creces el precio de la letra. Correr a llenar el tanque, porque el otro viernes sube la gasolina. A Rosita hay que ponerla a dormir, leerle un cuento y enseñarle a rezar.  Con Santiago hay que conversar de lo que sea. Ya viene la pubertad y con ella, el abismo impresionante que se abre entre uno y sus hijos. Al mirarlo dormir, Adela hace una nota mental de que hay que ir a cortarle el cabello. Obvio que a la barbería, porque volver a pagar 15 dólares por un corte de hombre, le parece un asalto.  Adela revisa la maleta de Rosita y se percata de que mañana tiene un cumpleaños. Siempre cumple algún niño en la guardería. Y cuando ve las tareas de Santiago, algo dentro de ella se pone a llorar. Pero no llora. No sirve de nada.

            Hay que bajarle las bastas a los pantalones. Pegar algunos botones y sacar manchas. Hay que cocinar para llevar al día siguiente. Cosas variadas, nutritivas y apetitosas. Comer en la calle es cada día más pecaminoso. A Rosita no le gusta nada. Solo come huevos revueltos y salchichas. Y como toda ama de casa que se respeta, sabes que las salchichas dan cáncer. Pero es lo único que hay, y Adela está muerta de cansancio. Y mientras le empaca salchichas para la lonchera, siente que ha fracasado como madre. Pero todo es temporal –suspiro de Adela—,  pronto crecerán y esos momentos difíciles, serán solo recuerdos.
            
Y está ella.  Al final de la lista. Tiene que verse como de catálogo. Deslumbrante. Blower, highlights, manicure, pedicure. Quitarse el maquillaje religiosamente. Hacer que sus tres suits parezcan 30 combinaciones diferentes. Hay que tener un blower chiquito en la cartera, para cuando el clima falla. Ya renunció a caminar 30 minutos dos veces a la semana, porque por el amor de Jesucristo, ¡tiene que dormir a alguna hora! Al Diablo las cremas antiarrugas y el perfume francés que usaba desde que era adolescente. Un splash tendrá que hacer el papel del Diorissimo que ya no puede comprarse, como cuando era soltera. Los ocho vasos de agua al día va a tener que tomárselos con la boca abierta bajo la ducha, mientras enjabona sus curvas cansadas. Comer ensalada y tuna hasta el hartazgo. No contenta con todo esto, tiene que ser una amante como esas que salen en las novelas. E innovar en la cama, porque, pues el matrimonio necesita chispa, sino se vuelve un Polo Norte y en la calle las otras mujeres adoran meterse con tipos casados con esposas cansadas.
            Y están los demás. La otra gente que también forma parte de la vida de Adela, y que que tiene en el olvido. Sus padres allá tan lejos en el “interior”. Son al menos 5 horas en carro. Y el pasaje de avión te sale más caro que ir a Miami. Tus hermanos con sus rollos personales. Roberto se quedó sin trabajo a los 42 y no puede tener hijos. Y su hermana Vanessa anda pidiendo pintas de sangre para la operación de su hijita. Otra vez. Su mejor amiga es amante de un hombre casado y ya se te acabaron los consejos para que aspire a algo mejor. Ese tipo jamás va a dejar a la esposa. Todos quieren contar con ella. Y es bueno que no se olviden de uno a pesar de lo complicado que se volvió vivir en Ciudad de Panamá.
            Mientras empaca el arroz con carne y tajadas de plátano maduro –como le encantan a Héctor— para mañana, Adela hace un alto y se da cuenta de que eso no es vida. Al menos no la que soñó. Es una cadena de momentos esperando ser feliz. Han pasado los años y esto no era lo que se imaginaba.  Héctor es un buen hombre y sus hijos tienen salud. Pero éste no era el sueño. Si tan solo tuviera las agallas de mandar todo al carajo y tratar de emprender una nueva vida, con sus propias condiciones, en lugar de las de unos jefes que se la pasan de crucero por el Egeo o pasando el summer gringo en Bali y que de a vaina se saben su nombre.   
            No es la primera vez que esa idea la ataca a Adela en la soledad de la cocina. Pero es la primera vez que siente que los ojos se le llenan de lágrimas de la vida real. “Si tan solo tuviera el valor. Irme para Chiriquí. Vender lo poco que tenemos acá y comenzar de nuevo…”  Y se da cuenta de que ha contraído una idea virulenta, que o se hace realidad o le va a carcomer el cerebro desde la nuca hasta las cejas. Aún no se atreve a decirlo en voz alta, porque ni ella misma se lo cree. Pero el virus se ha inoculado en su sangre y no puede hacer otra cosa que tirar números y pensar en cómo decírselo a Héctor. Meterlo a bordo de ese barco y ver qué hacen cuando llegan a ese puerto.
            Tendrían que buscarse un trabajo. Comprar una casa. Empezar de cero, pero en una ciudad mucho más pequeña. Era un riesgo. Sus trabajos pagaban las cuentas. ¿Estaría despreciando las bendiciones que había recibido de Dios, por ambiciosa? Pero, ¿y sus sueños? ¿Por qué Dios te deja soñar con otras vidas?
            Suena bonito. Adela casi está sonriendo. Se está creyendo su nuevo proyecto. Y sabe que todo le va a resultar, con un poquito de organización y fe. Se imagina sus castillos en el aire. Prácticamente puede verlos y decidir de qué color va a pintar las paredes de los cuartos de los niños. Hay que tomarle fotos a cada habitación de la casa para ponerla en OLX o Encuentra 24. ¡Qué emoción! Sí se puede.
            Pero en una semana más, Adela se dará cuenta que su período de reloj suizo no le habrá llegado como de costumbre.  Después de otra semana confirmará su sospecha, y al llamar al consultorio del ginecólogo en cuasi-histeria y pedir una cita cuanto-antes, y someterse al frío escrutinio del ultrasonido, el Doctor Torres le dirá que las Salping no son cien por ciento efectivas, que eso podía pasar. Que existe un pequeño número de casos en los que la trompa se recanaliza y el espermatozoide pasa a través y fecunda al óvulo. “Pero ánimo, aún eres joven Adelita. Sonríe. Vas a ser mamá otra vez. Y todo se ve perfecto.” De nada le servirán la negación, el llanto y la desesperación. Pero no podrá evitar sentirse como una quinceañera que metió la pata. Sentirse devastada. Sentir que hizo algo mal.
Solo entonces le dirá a Héctor que están esperando un bebé, y él le dirá “Pero-si-tú-te-operaste-cuando-nació-Rosita”. Luego de unos diez minutos de cuestionamientos, gesticulaciones, no-puede-ser y manoteos, Héctor le tocará el cabello a su Adela con ternura, y le dirá que quizás la idea de renunciar ya no suena tan brillante como hace unos días. Al menos la firma le paga un seguro privado y el bebé podrá nacer en una clínica.         
      Basta de llorar. El bebé puede sentir todo el estrés de la mamá. Mi bebé no se merece esto. Y como por arte de magia, Adela se dará cuenta que ya está pensando en el bienestar de esa personita. Y eso la tranquilizará. La hará sentir un poco mejor persona, y no la miserable egoísta que no se esperaba la noticia. Porque hay algo en la maternidad que desafía la lógica y el miedo. Y está el dicho que dice “Los niños traen su pan debajo del brazo”.  Habrá que poner los sueños en hold. De nuevo. Porque la vida, no es una novela. La vida es como es.



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