sábado, 29 de agosto de 2020

170 días en casa



170 días en casa

Todos dicen que éramos felices y no lo sabíamos. Que estamos viviendo el mismo día mil veces, como en El día de la Marmota. Hacia donde mire veo drama, miedo y desesperanza. Pero quiero y necesito pensar que esto era necesario. Que era parte de mi historia y que me tocaba vivirlo. Pero qué tal si lo que estábamos era sedados, embobados, drogados de cosas. Abstraídos de la realidad. Ocupados sobreviviendo para alejarnos de todo aquello que no era tan placentero como habríamos deseado.
¿Y si no conocíamos nuestras casas por dentro, ni a nuestros amantes, ni a nuestros hijos, ni a nuestra vida? ¿Y si necesitábamos tiempo para vernos por dentro y ver en lo que nos habíamos convertido? Para redefinir nuestro espacio, nuestras metas y prioridades. Para encarar nuestras locas pasiones, nuestros sueños más oscuros y prohibidos. ¿Y si estábamos ausentes, desconectados? ¿Y si ya éramos unos extraños hasta para nosotros mismos? ¿Y si la casa se nos estaba quemando, si las telarañas, literalmente estaban borrando nuestras esquinas? ¿Qué tal si lo que estábamos era aburridos de creer que éramos libres? Tan hartos de no escuchar a nuestros ángeles y a nuestros demonios...
Puede que necesitáramos ver a la Basílica de San Pedro vacía, para recordar a Dios. O dejar de abrazar a nuestras abuelas para darnos cuenta de que el tiempo se nos estaba acabando. O quedarnos en silencio. O darnos cuenta de lo poco que en verdad se necesita para sonreír. O darnos cuenta de lo mucho que pasa en casa mientras estábamos afuera, tratando de conseguir cosas más bellas o más cómodas o más caras.
Yo me di cuenta de que tenía poco vino y demasiado algodón. Demasiados lipsticks que nunca usaba y aretes que compré sabiendo que nunca me los iba a poner. innumerables cremas, scrubs, lociones y productos que no sé ni para qué son. Que me encanta ir descalza y de que me da dolor de cabeza pensar en dónde ir a cenar. No solo por la decisión, sino por lo caro que ya era. Ahora sé dónde y con quién están mis hijos y he gozado con no hacerlos despertar antes de que salga el sol, a bañarse con agua fría y desayunar obligados para enlatarlos en un bus oyendo reguetón y no saber de ellos hasta que el sol se comienza a morir. He visto cómo se les van quedando las pijamas ante mis ojos y me he aprendido el lugar de cada onda de sus cabellos. Comencé a resolver viejos problemas y bajé las revoluciones. Volví a escuchar la radio y ahora los locutores se hicieron mis mejores amigos. Los escucho puntualmente, como si tuviéramos una cita. Despierto con sus selecciones musicales y me tomo el café con sus cuentos.
Me volví profesional haciendo mamallenas con el pan que acumulé pensando que se iba a acabar el mundo. Me atreví a amasar hojaldras. Y a un par de cosas al margen de la ley de las cuales no me arrepiento. Pedí dos que tres favores a viejos amigos a quienes antes no había tenido una buena excusa para contactar. Y pude comprobar, que allí estaban, como si el tiempo no hubiera pasado desde nuestro último abrazo.
Ejecuté proyectos que había procrastinado hasta el hastío. Colonicé o más bien recolonicé mi casa y los rincones de mis armarios. Redescubrí las líneas en la palma de mi mano. También me cansé del chiquillerío y me refugié en la cocina para no jugar más con ellos. Desempolvé mi espectacular libro de recetas y me atreví a ser otra, alguien para quien la cocina es un arte y no un acto de sumisión. El tiempo que le dedicaba a mi cabello lo invertí en hacer realidad algunos sueños.
Se me salió una lágrima cuando la pandemia llevaba 40,000 víctimas. Lo recuerdo claramente. Y luego me di cuenta de que dadas las circunstancias, solo puedo tratar de protegerme y de proteger a los que amo. No es que se me hayan dado muchas opciones. Y a veces eso es bueno también.
No estoy tratando de ser una positiva tóxica, ni de hacer limonada con la desgracia. Con 3 niños en casa, no he tenido mucho tiempo libre, para ser sincera. Lo que no quiero es olvidarme de esta semivida que nos tocó, cuando aquel virus nos robó 6 meses del calendario.
Estoy guardando los detalles, para echar bien los cuentos cuando nos volvamos a encontrar y al fin pueda usar ese vestido rojo que se quedó colgado entre mis proyectos, el 10 de marzo de 2020.

 



1 comentario:

cmegoslow dijo...

This is true for many. Well done, Klenya.

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