martes, 26 de octubre de 2021

Kínder

 Kínder

Recuerdo que Jazmín vivía casi frente a la escuela. Su padre tenía un taller de ebanistería especializada en... féretros. Nos hicimos mejores amigas nada más mirarnos. Reconocimos un pedacito de una en la otra. Son las cosas mágicas que suceden entre los niños. Camisas blancas, faldas azules bailando contra la brisa y delantales rojos con nuestros nombres bordados con primor del de antes. Quizás hasta nos parecíamos un poco. Teníamos por delante una vida para jugar. Salíamos juntas al recreo, leíamos a la misma velocidad, nos asustaba la profesora de la biblioteca, corríamos hacia el kiosko como si la soda se fuera a acabar, ganábamos las mismas notas. Éramos un alma dividida en dos cuerpos. Dos corazones que bombeaban al mismo ritmo. 

Mis papás me dejaban pasar por casa de Jazmín un par de horas algunas tardes y nosotras aprovechábamos para jugar entre el aserrín y las piezas de madera que sobraban de los recortes y talla de los ataúdes. El negocio iba bien porque eran otros tiempos. A la gente no la cremaban, sino que se les velaba por una noche entre rosarios y lágrimas y luego se celebraba la sentida misa de cuerpo presente.  Las cosas han cambiado y no estoy muy segura de a dónde van aquellas lágrimas que antes se derramaban frente al muerto. 

Yasmín y yo armábamos pueblos de tuquitos de madera, los usábamos como juegos de té y jugábamos a que el aserrín era nieve, como la de las cómicas.

Un buen día y cansada de nuestra simbiosis, la maestra nos cambió de mesa, y a Jazmín la colocó cerca de la puerta y la nombró en el COD (Cuerpo de Orden y Disciplina). La convirtió en una "sapa". En una soplona glorificada. Yo me quedé en mi mesita con mi mochila verde y aunque en principio me aterrorizó la idea de estar separadas, luego de unos diez minutos de pánico, sentí como si me abrieran los ojos. Jamás me había percatado del resto de los niños. Fue entonces cuando Yamal me extendió su mano y me preguntó que si quería que fuéramos amigos. Dora me miraba a través de sus gruesos lentes de pasta carey y Luis Miguel prestaba una indivisible atención a la maestra.

Le sonreí con timidez al niño. Y pensé que nada impedía que pudiera tener otros amigos. Busqué a Jazmín con la mirada a través del salón pintado de celeste, como pidiéndole aprobación. Ella nos miraba y movió la cabeza de arriba a abajo con una sonrisa curiosa en su rostro.

En el recreo nos juntamos los tres y compartimos una soda de veinte centavos con los emparedados que nos habían empacado nuestras mamás. El de Yamal era de mantequilla de maní con mermelada de uva. El mío de jamón queso y mantequilla y el de  Jazmín de huevo con tuna. Yamal y yo pensamos que nuestros sandwiches eran el perfecto complemento para el del otro, dejando a Jazmín disfrutar a solas de su emparedado. A ella pareció no importarle. Se lo comió mientras se quejaba de lo triste que era tener que apuntar en la lista de comportamiento al resto de los compañeros.

Y el primer recreo pasó en un suspiro. Y la primera semana vimos que nuestra nueva complicidad aumentó. Y estábamos felices.

Recuerdo claramente como un día se me quedó mi borrador (de queso, sí así le llamábamos a los borradores buenos) en casa, y la maestra nos pidió hacer un pareo entre unos patos y unas canastas o unos huevos. Yo me equivoqué en una de las líneas y ningún compañerito de la mesa me quiso ayudar. Yamal tampoco tenía con qué ayudarme a borrar. Fue allí cuando se le ocurrió la idea de que borráramos la línea errónea poniendo saliva en mi dedo índice y frotándolo contra el papel. Sólo puedo decir que el hueco que hice me valió que la maestra me pusiera una ¨X¨ del tamaño de la página. Por un momento temí que me fuera a colocar una igual en el boletín. Decidí no hablarle a Yamal por un día entero. Esperaba que eso lo ayudaría  a reflexionar sobre su recomendación y a no andar inventando.

Así pasaban los días entre peripecias escolares y tareas. Intrigas en los recreos, notas y planas. Éramos un trío inseparable.

Una tarde de aquellas que no es de verano ni de invierno, quedamos en vernos para jugar en casa de Jazmín. Luego de la pega, el pez congelado y Un, dos, tres, pan y queso, llegó el plato fuerte, el Escondido. Y a Yamal le tocó contar mientras Jazmín y yo nos ocultábamos en los lugares más ingeniosos. El témbol era el gran árbol de mango que había entre la casa de Jazmín, el taller de su papá y la casa de su abuelita, de manera que había en aquel pequeño complejo, mucho espacio para esconderse. Usualmente nos escondíamos juntas, pero esa tarde quise intentar algo diferente. Yamal empezó a contar en voz alta. Uno, dos, tres... once, doce, trece. Jazmín se ocultó entre unas matas de papo, pero yo estaba segura de que allí la encontrarían. Veinticinco, veintiséis, veintisiete...treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco. Empecé a desesperarme porque no encontraba el escondite ideal. Cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno. Cada vez subía más la voz de Yamal, quien no se saltaba ni un número. Cuando iba por noventa se me ocurrió aquella idea. No lo dudé ni por un segundo y salí corriendo, convencida de que sería el mejor escondite...

Allí estaba. Era pequeño, blanco con dorado y estaba cubierto de polvo. Era perfecto para mí. Estaba segura que siendo lo miedoso que era, Yamal jamás me encontraría. 

Y Dios sabe que me buscó. Me buscó por el resto de la tarde. Tanto tiempo me buscó que Yasmín se unió a la búsqueda. Ante un triunfo tan total, pensé en hacerlos esperar un poquito más, de modo de que reconocieran que yo era la campeona indiscutible del Escondido a nivel mundial. De repente sentí una pesadez, y como adentro estaba muy suavecito supongo que me dormí.


*****


La encontramos al día siguiente. Parecía que dormía. Podría decirse que hasta sonreía. Seguimos con nuestras vidas. Crecimos mientras ella siguió siendo una niña pequeña. En donde esté aún tiene cinco años. Nunca volvimos a jugar al Escondido. Aún tiemblo cuando veo un ataúd. En especial uno pequeñito como aquel en el que Katy se escondió. Y cada vez que me toca contar, por cualquier razón, me salto el número 100. No sea que se vaya a despertar y se asuste por estar solita. O se ponga a llorar porque la encontré.

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