Por: @KlenyaMorales
Si la vida es una carrera continua hacia la muerte y todos venimos a este mundo con “los polvos contados”, como dice García Márquez, entonces la literatura es un refugio que trata de repeler esa única certidumbre de la vida humana: un día todo terminará para cada persona que se atrevió a nacer.
La salvación a través
del cuento se vuelve literal, como nos cuenta Carolina Sanín, en casos como los
Las mil y una noches—en donde Sherezade tiene que contar un cuento cada
noche, por poco menos de tres años, para que su marido no le corte la cabeza;
los cuentos del Decamerón de Bocaccio—que son un refugio de los jóvenes
contra la peste que se cierne sobre Florencia, cuentan cuentos para no morir. La escucha del Evangelio según
Juan, Mateo, Marcos o Lucas también nos salvará, pues Dios es en principio el
Verbo (las palabras desde que dijo Hágase la luz) y luego la Verdad y la Vida. Jesús nos garantiza que nadie se salvará, si no es a través del Padre. Dante
también nos quiere salvar del Infierno, por medio de una pormenorizada
descripción de lo que nos pasará si morimos fuera de la Gracia de Dios.
Hasta mi tan odiada Titanic, hace suya la metáfora de que sobre esa tabla, Rose se escapa de su muerte y nos cuenta sus aventuras, antes de morir de ancianidad, volviéndose una leyenda automática.
Si yo cuento un cuento, sobre alguien que cuenta un cuento, sobre alguien que cuenta un cuento, quizás me vuelva tan infinita como ese gusano de plata que va enlazando todas las historias. Los cuentos son en efecto, curas contra la muerte. Lo que no se cuenta, muere para siempre. Hay que contar para no morir, o al menos para que no mueran nuestras historias, que al pasar de boca en boca, sobreviven al tiempo real y se meten en el territorio de la fábula urbana.
Los cuentos son como
el arca de Noé, preservando historias para la eternidad. Hemos pasado por una Pandemia en donde las
historias bien o mal contadas fueron la tabla de salvación para todos los que
nos “quedábamos en casa”. El éxito del
microblogging como Twitter (ahora X), pone de manifiesto que TODOS queremos
contar nuestra versión del mundo. Si
miramos con detenimiento y la herramienta correcta, podremos saber si la
humanidad amaneció feliz o deprimida.
En lo personal, quiero
actualizar lo mitológico, lo legendario, lo local. Que
Hollywood y New York dejen de ser los únicos espacios donde todo es
posible. Trato de exhibir elementos
reales e imaginarios con naturalidad, para esconder, para fingir, para
confundir.
Los cuentos son armas de supervivencia, de decir aquí estoy. Y los míos tratan de darle visibilidad a la
vida de la mujer, muy especialmente. Nuestras
renuncias, nuestras decisiones, nuestras culpas y esperanzas.
Los personajes que se debaten entre el bien, el mal y
el gris me hacen sentir que nadie me inventó, en un mundo en el que todos
buscan un espejo, empatía o una interpretación de sí mismos. Yo me inventé,
según yo misma. Olvido verdades y escojo
mentiras. No podemos negar nuestra aspiración a ser dioses dentro de nuestros
propios cuentos, decidiendo sobre la vida y la muerte.
También quiero que el
texto sea creíble. De allí que a veces me pase con los detalles. El texto es
una máquina de sentido, que solo funciona cuando el lector la pone en marcha y
la alimenta con su propia experiencia. Los detalles me dan credibilidad.
Ser cuentista es
crear ficción que emana del subconsciente cultural de la sociedad, y para mí, es una manera de entretener, afectar y hacer salir al lector de la realidad en pos
de mis mentiras.
No he sido nada
original en la elección de mis maestros. Margaret Mitchell
me enseñó a contar una historia como debe ser y a encontrar belleza en ello,
con Lo que el viento se llevó.
García Márquez me guió a ciegas por las
paredes de su laberinto hasta convertirse en algo sagrado, de culto, disruptivo
y universal.
Sinán me garantizó que los
genios pueden respirar mi mismo aire y ver los atardeceres de lluvia sobre el
mismo océano Pacífico.
Asimov me hizo enamorarme de la
estructura del cuento, a creer en mis propios episodios y a respetar la prosa
breve como tren en el cual ir hilvanando mis mentiras. Ah, y de que nada está fuera de los límites del cuento...
La forma literaria de
la historia corta (cuento) es usualmente definida como prosa breve, ficcional,
que a menudo aborda un solo episodio unificado. La medida del éxito para toda
ficción es cuánto se ajusta a nuestras verdaderas emociones: que la gente nos
crea.
El cuento es una
forma literaria concentrada que merece respeto y exige cierta agilidad.
El rango y cualidades
de la mente del autor son los únicos límites en la forma de una historia. Los
autores creamos narrativas usando los diferentes elementos de la ficción:
trama, personajes, escenario (tiempo y lugar), punto de vista, estilo y tema.
Si la historia está
bien contada, —con la chispa adecuada—nuestra imaginación se encenderá y de
algún modo, también tanto el lector como el autor, nos habremos salvado, hasta del exceso de nosotros mismos.
1 comentario:
Letras muy bonitas que reflejan la inocencia de una inolvidable infancia.👏💕
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