jueves, 8 de febrero de 2024

Sisterhood


Por: @KlenyaMorales

Esta idea viene dándome vueltas en la cabeza hace ya un par de semanas, y hoy se deja atrapar, como una mariposa por una red. Es increíble que este tema no se me haya ocurrido antes, pero lo importante es que el día llegó.  El título va en inglés porque creo que así es más específico.  Hoy quiero hablar de mis hermanas.

Ellas fueron mis primeras amigas, mis rivales, mis pequeñas responsabilidades; fueron el ensayo para aprender a querer y cuidar de otro ser humano.  Imaginarme una vida sin ellas es imposible. Nadie en el mundo guarda tanta similitud genética como la que tenemos entre nosotras. Compartimos el interior de mamá y heredamos el carácter hiperactivo de papá.  Nuestra idéntica combinación de ADN es un tesoro compartido entre tres. Hasta nuestras voces suenan parecidas al otro lado del teléfono, en medio de una pandemia que nadie entendió.

Ya es aterrador vagar por este mundo contando con ellas, porque la vida no es una novela y la realidad siempre es más sorprendente que la ficción.  No quiero ni pensar cómo es la vida de los hijos únicos, que van por la vida sin poder tomar de la mano a otro ser estructurado genotípica y fenotípicamente del mismo modo que yo lo fui.  No quiero criticarlos, solo que no entiendo mi vida sin el lazo tan íntimo e importante que me une a mis hermanas.

Ellas fueron mi primera escuela, mi relación humana más temprana, las que me enseñaron a compartir, a pelear y a preocuparme por otro ser humano.

Cómo olvidar la operación de las amígdalas de Y o el día en el que T se atoró con un confite de dos por centavo. Aún siento la adrenalina fluir por mis venas y el terror de perderlas.  En todos los momentos importantes hemos estado juntas. Y Dios sabe que nos han pasado cosas muy difíciles, espectaculares e inolvidables. 

Y siempre se sacrificó por mí y T siempre fue mi cómplice en el crimen. Nos tapábamos las travesuras, pero también nos denunciábamos frente a nuestros padres. Ambas son mi brújula, porque más que nadie en el mundo, yo necesito que alguien que me ame corrija mi rumbo cuando navego a la deriva.

Yo siempre fui la más fulmine—a la que le pasaban los accidentes y las cosas más increíbles—, así que los sustos que he aportado a sus vidas son muchísimos más que los que ellas me han dado a mí.  Ellas han derramado muchas más lágrimas que las que me han causado.  

Pero no todo ha sido melancólico y conmovedor. 


Ha habido puertas tiradas, mandadas para el carajo, decepciones y enormes peleas, de esas que rompen el corazón y que uno cree que nunca dejarán de doler.  Yo recuerdo haber hecho llorar a T por decirle que era adoptada y me he burlado hasta que me ha dolido el estómago de tanto reírme por la incapacidad de Y de contar chistes decentes. Desde luego que nos hemos hecho bullying entre todas, nos habremos peleado por un chico, nos hemos insultado, traicionado, acusado entre nosotras y herido muy a fondo, pero toda esa historia común nos ha hecho más cercanas, más hermanas.  Yo envidiaba el cabello de T y la belleza de Y. Ambas tuvieron que aguantarse las comparaciones de los maestros que ya me habían dado clases a mí.  Yo fui el estreno de mis padres como padres. A ellas les tocaron los mangos un poco más bajitos.

  Ellas son el termómetro de mi vida, alerta para cuando yo lo necesite, pues de alguna manera siempre me las ingenio para estar metida en los más complicados problemas.

Mis hermanas se echan a temblar cada vez que escribo un nuevo cuento o una nueva columna, porque saben que me encanta utilizar los recursos que ellas me han dado durante toda mi vida. Les cambio los nombres y las visto con disfraces que disimulan muy mal que ellas me han inspirado. 

Pero yo algunas veces he hecho una que otra cosa importante en sus vidas. Yo necesitaba crecer tomándoles la mano, creer en ellas, ser un buen modelo, terminar lo que empezaba, tomar buenas decisiones.  Siendo la mayor, toqué puertas para que se les abrieran nuevos caminos, me he levantado de las cenizas otras tantas para demostrarles que ellas también pueden caerse, pero jamás quedarse a llorar en el suelo.  No es tan fácil quererme, pero con ellas aprendí que el amor es una decisión de todos los días.  

Mis hermanas son una de mis tantas bendiciones.  Las admiro por el modo feroz en el que persiguen sus sueños y por cómo se atreven a vainas imposibles.  Jamás han dejado de creer en mí. Juntas vamos pasando por las etapas de la vida, creando pregones y chistes internos y dándonos valor para enfrentarnos a las curvas que el destino nos lanza.

Ojalá que aprueben la columna, porque, aunque no les guste igual la voy a publicar. (Aquí me faltaría colocar un emoticono de carita llorando de risa).

No hay un manual para ser una buena hermana mayor, uno hace lo que puede.

Las quiero.

Siempre.

miércoles, 26 de julio de 2023

Los cuentos salvadores

Por: @KlenyaMorales

Esta pequeña ponencia la realicé en el teatro municipal, que antes era un cine porno. Me pareció muy interesante pensar, qué pasaría si esas paredes hablaran...

Si la vida es una carrera continua hacia la muerte y todos venimos a este mundo con “los polvos contados”, como dice García Márquez, entonces la literatura es un refugio que trata de repeler esa única certidumbre de la vida humana:  un día todo terminará para cada persona que se atrevió a nacer.

La salvación a través del cuento se vuelve literal, como nos cuenta Carolina Sanín, en casos como los Las mil y una noches—en donde Sherezade tiene que contar un cuento cada noche, por poco menos de tres años, para que su marido no le corte la cabeza; los cuentos del Decamerón de Bocaccio—que son un refugio de los jóvenes contra la peste que se cierne sobre Florencia, cuentan cuentos para no morir. La escucha del Evangelio según Juan, Mateo, Marcos o Lucas también nos salvará, pues Dios es en principio el Verbo (las palabras desde que dijo Hágase la luz) y luego la Verdad y la Vida.  Jesús nos garantiza que nadie se salvará, si no es a través del Padre. Dante también nos quiere salvar del Infierno, por medio de una pormenorizada descripción de lo que nos pasará si morimos fuera de la Gracia de Dios.

Hasta mi tan odiada Titanic, hace suya la metáfora de que sobre esa tabla, Rose se escapa de su muerte y nos cuenta sus aventuras, antes de morir de ancianidad, volviéndose una leyenda automática. 

Si yo cuento un cuento, sobre alguien que cuenta un cuento, sobre alguien que cuenta un cuento, quizás me vuelva tan infinita como ese gusano de plata que va enlazando todas las historias.  Los cuentos son en efecto, curas contra la muerte. Lo que no se cuenta, muere para siempre. Hay que contar para no morir, o al menos para que no mueran nuestras historias, que al pasar de boca en boca, sobreviven al tiempo real y se meten en el territorio de la fábula urbana.

Los cuentos son como el arca de Noé, preservando historias para la eternidad.  Hemos pasado por una Pandemia en donde las historias bien o mal contadas fueron la tabla de salvación para todos los que nos “quedábamos en casa”.  El éxito del microblogging como Twitter (ahora X), pone de manifiesto que TODOS queremos contar nuestra versión del mundo.  Si miramos con detenimiento y la herramienta correcta, podremos saber si la humanidad amaneció feliz o deprimida.

En lo personal, quiero actualizar lo mitológico, lo legendario, lo local. Que Hollywood y New York dejen de ser los únicos espacios donde todo es posible.  Trato de exhibir elementos reales e imaginarios con naturalidad, para esconder, para fingir, para confundir.

Los cuentos son armas de supervivencia, de decir aquí estoy.  Y los míos tratan de darle visibilidad a la vida de la mujer, muy especialmente.  Nuestras renuncias, nuestras decisiones, nuestras culpas y esperanzas. 

Los personajes que se debaten entre el bien, el mal y el gris me hacen sentir que nadie me inventó, en un mundo en el que todos buscan un espejo, empatía o una interpretación de sí mismos. Yo me inventé, según yo misma.  Olvido verdades y escojo mentiras. No podemos negar nuestra aspiración a ser dioses dentro de nuestros propios cuentos, decidiendo sobre la vida y la muerte.

También quiero que el texto sea creíble. De allí que a veces me pase con los detalles. El texto es una máquina de sentido, que solo funciona cuando el lector la pone en marcha y la alimenta con su propia experiencia. Los detalles me dan credibilidad.

Ser cuentista es crear ficción que emana del subconsciente cultural de la sociedad, y para mí, es una manera de entretener, afectar y hacer salir al lector de la realidad en pos de mis mentiras.

No he sido nada original en la elección de mis maestros. Margaret Mitchell me enseñó a contar una historia como debe ser y a encontrar belleza en ello, con Lo que el viento se llevó.

García Márquez me guió a ciegas por las paredes de su laberinto hasta convertirse en algo sagrado, de culto, disruptivo y universal.

Sinán me garantizó que los genios pueden respirar mi mismo aire y ver los atardeceres de lluvia sobre el mismo océano Pacífico.

Asimov me hizo enamorarme de la estructura del cuento, a creer en mis propios episodios y a respetar la prosa breve como tren en el cual ir hilvanando mis mentiras. Ah, y de que nada está fuera de los límites del cuento...

La forma literaria de la historia corta (cuento) es usualmente definida como prosa breve, ficcional, que a menudo aborda un solo episodio unificado. La medida del éxito para toda ficción es cuánto se ajusta a nuestras verdaderas emociones: que la gente nos crea.

El cuento es una forma literaria concentrada que merece respeto y exige cierta agilidad.  

El rango y cualidades de la mente del autor son los únicos límites en la forma de una historia.  Los autores creamos narrativas usando los diferentes elementos de la ficción: trama, personajes, escenario (tiempo y lugar), punto de vista, estilo y tema.  

Si la historia está bien contada, —con la chispa adecuada—nuestra imaginación se encenderá y de algún modo, también tanto el lector como el autor, nos habremos salvado, hasta del exceso de nosotros mismos.

sábado, 25 de febrero de 2023

El tercer hijo


 

Llegaste a mi vida cuando el miedo se ha convertido en un maestro.  He de confesar que pocas cosas me asustan ya. Pero supongo que esa es la madre que necesitas, para poder volar y llegar a ser tu mejor versión.
No me la pasé leyendo manuales de maternidad durante el embarazo ni llevé un diario ilustrado con cada ultrasonido. No corrí con desesperación a comprar ropa de maternidad y traté de ser una mamá más fashion, casual y relajada.
No nos llegaron muchos regalos, tarjetas, globos ni flores para darte la bienvenida. Mucha gente se sigue sorprendiendo al conocerte.
No caminaba en la noche hasta tu cuna cada diez minutos a ver si estabas respirando. Nos fue súper bien durante la lactancia, pues ya nadie me echaba cuento. Tú y yo nos entendimos inmediatamente.
Quizás no hayamos tomado tantas fotos y videos como lo hicimos con tus hermanos, pero eso no importa, porque no te gusta estar frente a la cámara.
Has aprendido a reclamar tu lugar en casa. Te diviertes solito con superhéroes sin cabeza, dinosaurios sin cola y carritos sin ruedas. Has aceptado todo lo que heredas de tus hermanos, con una amplia sonrisa y un gesto de genuina sorpresa.
Tus pijamas no hacen juego. A veces ni siquiera tus medias o tus Crocs tienen su justo par.
No recuerdo bien tus primeros pasos ni tu primera palabra, pero tus ojitos brillantes son una de las mejores razones que tengo para levantarme de la cama en las mañanas.
Has comido gluten, chocolate, mariscos, nueces y colorantes sin mayores contratiempos y debo aceptar que muchas veces te dejo engullir galletas en vez de sopa, cereal de colores en vez de fruta natural y ositos de goma para que tengas algo de azúcar en el cuerpo y no te desmayes.   Llevo la cartera llena de Boom Boom Boom para negociar durante tus rabietas. Ya no paso horas preparándote cremas que oculten las proteínas que tanto odias. Solo le pido a Dios que no estés desnutrido.
Tienes casi cuatro años y aún no tienes un lugar fijo donde dormir. Gracias a la pandemia, tu cuarto se convirtió en una oficina cuando tenías nueve meses y aún no solucionamos el hecho de que seas un gitano en tu propia casa.
Puede que cuando te llame por tu nombre, diga primero el de tus otros dos hermanos y es probable que no le mande al chat de la familia una copia de tu carta de aceptación para entrar al Pre-Kínder.
Ya no llamo al pediatra en la madrugada, ni cuando te metes a la boca comida que has recogido del piso, pasitas de tu silla de bebé o granola del fondo de mi cartera. Hay menos drama por las cosas sencillas.
Es muy fácil ser tu mamá. Vivo más tranquila y me he disfrutado muchísimo más cada nueva etapa de tu vida, sin creer que te vas a quebrar en mil pedazos cada vez que cometo algún “error” durante el ejercicio de mi maternidad. He tenido que rejuvenecer para ser la madre que mereces y trato de tener la energía para corregirte cuando haga falta.
Tienes unos padres más experimentados, que no se impresionan fácilmente, a menos que haya mucha sangre en tus rodillas.  Si te caes, no corro a levantarte, sino que espero a ver si puedes ponerte de pie por ti mismo, sin hacer demasiado alboroto. Son tus primeras victorias, lo que te hará independiente y te dará autoconfianza.
Mi querido niño: tienes tu propia historia por delante, y Dios sabe que llegaste a hacernos tres veces más felices a todos. Encajas en nuestro rompecabezas y nos complementas. Cada minuto de tu vida es precioso, irrecuperable y efímero. Eres una bendición, una nueva oportunidad para amar.
Eres mi bebé.
Mi Diego Pablo.


martes, 26 de octubre de 2021

Kínder

 Kínder

Recuerdo que Jazmín vivía casi frente a la escuela. Su padre tenía un taller de ebanistería especializada en... féretros. Nos hicimos mejores amigas nada más mirarnos. Reconocimos un pedacito de una en la otra. Son las cosas mágicas que suceden entre los niños. Camisas blancas, faldas azules bailando contra la brisa y delantales rojos con nuestros nombres bordados con primor del de antes. Quizás hasta nos parecíamos un poco. Teníamos por delante una vida para jugar. Salíamos juntas al recreo, leíamos a la misma velocidad, nos asustaba la profesora de la biblioteca, corríamos hacia el kiosko como si la soda se fuera a acabar, ganábamos las mismas notas. Éramos un alma dividida en dos cuerpos. Dos corazones que bombeaban al mismo ritmo. 

Mis papás me dejaban pasar por casa de Jazmín un par de horas algunas tardes y nosotras aprovechábamos para jugar entre el aserrín y las piezas de madera que sobraban de los recortes y talla de los ataúdes. El negocio iba bien porque eran otros tiempos. A la gente no la cremaban, sino que se les velaba por una noche entre rosarios y lágrimas y luego se celebraba la sentida misa de cuerpo presente.  Las cosas han cambiado y no estoy muy segura de a dónde van aquellas lágrimas que antes se derramaban frente al muerto. 

Yasmín y yo armábamos pueblos de tuquitos de madera, los usábamos como juegos de té y jugábamos a que el aserrín era nieve, como la de las cómicas.

Un buen día y cansada de nuestra simbiosis, la maestra nos cambió de mesa, y a Jazmín la colocó cerca de la puerta y la nombró en el COD (Cuerpo de Orden y Disciplina). La convirtió en una "sapa". En una soplona glorificada. Yo me quedé en mi mesita con mi mochila verde y aunque en principio me aterrorizó la idea de estar separadas, luego de unos diez minutos de pánico, sentí como si me abrieran los ojos. Jamás me había percatado del resto de los niños. Fue entonces cuando Yamal me extendió su mano y me preguntó que si quería que fuéramos amigos. Dora me miraba a través de sus gruesos lentes de pasta carey y Luis Miguel prestaba una indivisible atención a la maestra.

Le sonreí con timidez al niño. Y pensé que nada impedía que pudiera tener otros amigos. Busqué a Jazmín con la mirada a través del salón pintado de celeste, como pidiéndole aprobación. Ella nos miraba y movió la cabeza de arriba a abajo con una sonrisa curiosa en su rostro.

En el recreo nos juntamos los tres y compartimos una soda de veinte centavos con los emparedados que nos habían empacado nuestras mamás. El de Yamal era de mantequilla de maní con mermelada de uva. El mío de jamón queso y mantequilla y el de  Jazmín de huevo con tuna. Yamal y yo pensamos que nuestros sandwiches eran el perfecto complemento para el del otro, dejando a Jazmín disfrutar a solas de su emparedado. A ella pareció no importarle. Se lo comió mientras se quejaba de lo triste que era tener que apuntar en la lista de comportamiento al resto de los compañeros.

Y el primer recreo pasó en un suspiro. Y la primera semana vimos que nuestra nueva complicidad aumentó. Y estábamos felices.

Recuerdo claramente como un día se me quedó mi borrador (de queso, sí así le llamábamos a los borradores buenos) en casa, y la maestra nos pidió hacer un pareo entre unos patos y unas canastas o unos huevos. Yo me equivoqué en una de las líneas y ningún compañerito de la mesa me quiso ayudar. Yamal tampoco tenía con qué ayudarme a borrar. Fue allí cuando se le ocurrió la idea de que borráramos la línea errónea poniendo saliva en mi dedo índice y frotándolo contra el papel. Sólo puedo decir que el hueco que hice me valió que la maestra me pusiera una ¨X¨ del tamaño de la página. Por un momento temí que me fuera a colocar una igual en el boletín. Decidí no hablarle a Yamal por un día entero. Esperaba que eso lo ayudaría  a reflexionar sobre su recomendación y a no andar inventando.

Así pasaban los días entre peripecias escolares y tareas. Intrigas en los recreos, notas y planas. Éramos un trío inseparable.

Una tarde de aquellas que no es de verano ni de invierno, quedamos en vernos para jugar en casa de Jazmín. Luego de la pega, el pez congelado y Un, dos, tres, pan y queso, llegó el plato fuerte, el Escondido. Y a Yamal le tocó contar mientras Jazmín y yo nos ocultábamos en los lugares más ingeniosos. El témbol era el gran árbol de mango que había entre la casa de Jazmín, el taller de su papá y la casa de su abuelita, de manera que había en aquel pequeño complejo, mucho espacio para esconderse. Usualmente nos escondíamos juntas, pero esa tarde quise intentar algo diferente. Yamal empezó a contar en voz alta. Uno, dos, tres... once, doce, trece. Jazmín se ocultó entre unas matas de papo, pero yo estaba segura de que allí la encontrarían. Veinticinco, veintiséis, veintisiete...treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco. Empecé a desesperarme porque no encontraba el escondite ideal. Cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno. Cada vez subía más la voz de Yamal, quien no se saltaba ni un número. Cuando iba por noventa se me ocurrió aquella idea. No lo dudé ni por un segundo y salí corriendo, convencida de que sería el mejor escondite...

Allí estaba. Era pequeño, blanco con dorado y estaba cubierto de polvo. Era perfecto para mí. Estaba segura que siendo lo miedoso que era, Yamal jamás me encontraría. 

Y Dios sabe que me buscó. Me buscó por el resto de la tarde. Tanto tiempo me buscó que Yasmín se unió a la búsqueda. Ante un triunfo tan total, pensé en hacerlos esperar un poquito más, de modo de que reconocieran que yo era la campeona indiscutible del Escondido a nivel mundial. De repente sentí una pesadez, y como adentro estaba muy suavecito supongo que me dormí.


*****


La encontramos al día siguiente. Parecía que dormía. Podría decirse que hasta sonreía. Seguimos con nuestras vidas. Crecimos mientras ella siguió siendo una niña pequeña. En donde esté aún tiene cinco años. Nunca volvimos a jugar al Escondido. Aún tiemblo cuando veo un ataúd. En especial uno pequeñito como aquel en el que Katy se escondió. Y cada vez que me toca contar, por cualquier razón, me salto el número 100. No sea que se vaya a despertar y se asuste por estar solita. O se ponga a llorar porque la encontré.

lunes, 8 de marzo de 2021

Cuestión de perspectiva

Por: @KlenyaMorales

Es irónico, gracioso y triste que a estas alturas aún descubra cosas de mí misma. Lo más drástico es que uno
reaprenda cosas. Pero quizás a alguien le sirva esta tonta anécdota. 

Cuando niña y adolescente yo montaba en bicicleta. Una BMX regular, como las de todos los chicos del mundo. De las que salían en E.T. y ahora en Stranger Things. Y no era que manejara por toda la ciudad, porque mis papás siempre me tenían bastante tapada. Eran horas dando vueltas en el perímetro de mi calle sin salida, atrás de la bomba Golden, en la calle Don Ramón. Vueltas, vueltas y vueltas. Me sabía los huecos de la calle, las siluetas de los pinos contra el cielo, las manchas de marañones sobre el asfalto. Fuera verano o fuera invierno. Éramos una sola cosa: mi mente inventando historias y mi bicicleta. Y eso era suficiente. Han pasado 30 años.

No recuerdo cuándo fue la última vez que salí en mi bici. Muy probablemente fue el día anterior a irme a estudiar a la capital. Después me volví una persona adulta tratando de ser importante. Desde la última vez que me subí a mi BMX, las cosas cambiaron en la humanidad. Poco a poco surgió un furor con el spinning (vaina pa´dolorosa) y luego el triatlón. Ironmen & Ironwomen por todos lados. Andar en bicicleta se volvió una costosa sub-cultura, llena de spandex, parafernalia, casco, zapatos especiales, bicicletas de materiales tan ligeros como las alas de los ángeles. Y yo, que ya no hacía nada de ejercicio, los miraba desde mi esquina. Yo no entendía el furor, ni la necesidad. Lo único que me quedaba era caminar, como el resto de los mortales. Las bicicletas parecían cámaras de tortura y todo ese culto se me hizo ajeno y lejano. Me olvidé totalmente del lugar feliz que siempre fue mi bici mientras crecía en mi barrio.

Confieso que no solo me parecía extraño, sino hasta ridículo. Uno a uno vi caer a mis amigos en el culto del ejercicio, sin entenderlo. ¿Cómo demonios vas a querer levantarse al alba y dejar tu cama deliciosa para ir a “entrenar”? De repente todos son atletas. Y las peroratas sobre su experiencia y la tecnología y los kilómetros ¡Qué pereza!

Luego me vine a vivir a un suburbio que tiene kilómetros de ciclovías. Seguía sin entender.

Lo relevante de este cuento es que, la Navidad pasada, mi esposo me regaló una bicicleta. Yo misma la escogí, como siempre, reaccionando a la tendencia. Es una bici celeste, con guardafangos y timón en forma de “n” invertida. Tiene una canastita blanca al frente. Supongo que muy parecida a la que usaba Ana Frank. El asiento es comodísimo. Nada que ver con las bicis aerodinámicas de mis amigos.

No pude usarla de una vez. Se quedó dos semanas estacionada en mi garaje, porque no tenía ayuda y los kids no se iban a cuidar solos. Así que cuando conseguimos a alguien que nos ayudara me hice el firme propósito de salir a andar en bicicleta a las siete de la mañana. 

No les puedo explicar. La brisa en la cara. Las bajadas después de las lomas, a toda velocidad, sin pedalear. Y lo más extraño de todo, no me dolía nada. Me comencé a despertar más temprano, con la camisa de pijama, con una gorra de mi papá. Con las mismas zapatillas y leggins de toda la vida. Con unos audífonos nuevos. Mi celular y mis lentes de sol normales en la canastita. Con mis listas de Spotify, porque todo es mejor con música. Con el app de medir kilómetros del mismo celular ese normalón que uso.

Llevo dos meses y mientras escribo este artículo mi app me dice llevo 378 kilómetros. Por fin entendí que mi escepticismo era en parte, la más vulgar de las envidias. Envidia porque no entendía las posibilidades de mejorar mi vida, la necesidad de hacer algo por mi bienestar y disfrutarlo al mismo tiempo.

Cuando los doctores nos dicen que “tenemos que hacer ejercicio” olvidan decirte lo más importante: busca un ejercicio que TE GUSTE. Es como trabajar: si encuentras algo que te apasione, nunca va a ser trabajo. 

Me da mucha tristeza el tiempo perdido. Casi treinta años sin mi bici. Ojo, no he perdido ni una libra ni me veo diferente. Para eso hay que hacer otras cosas. Pero de verdad que algo pasa dentro de nosotros si encontramos la actividad correcta. Me organizo mejor, me siento con más energía. Duermo un poco menos y no siento que me haga falta. Es tiempo conmigo misma y puedo ordenar mis pensamientos con más claridad. Creo que soy una mejor mamá, esposa, hija y hermana. 

Lo mío no es caminar ni trotar. Lo he intentado y lo he detestado con todo mi ser. Para MÍ, no tiene sentido. Pero ahora entiendo a los sport freaks. Que conste que yo no “salgo a rodar”, ni a entrenar. Salgo a andar en bicicleta. Y ese detalle, ha sido toda la diferencia.


miércoles, 28 de octubre de 2020

El lado oscuro de mi 2020


 

Por: Klenya Morales


Cuando escribí el único artículo que he podido redactar en pandemia (170 días en casa, 29 de agosto de 2020 https://laesquinadeltriskel.blogspot.com/2020/08/170-dias-en-casa.html?spref=tw), mucha gente se conmovió hasta las lágrimas. Por eso pido disculpas, —que no son reales del todo, porque yo siempre busco que la gente sienta cosas con mis escritos. Que sientan lo que sea, pero que sientan algo. Mientras otros me querían matar por “romantizar” esta época tan jodida que nos ha tocado vivir. Que, ojo, si la comparamos con muchas otras crisis de la humanidad, pues de repente no es tan focop.

Después de pensarlo, creo que ya sé qué fue lo que pasó. Y he aquí la excusa para mi falta de empatía pandémica. Yo aún no había vivido el verdadero calvario de este año: la nefasta escuela virtual.  Olvídense de tener que cocinar todos los golpes para alérgico, gluten free, bebé y medio que dieta; hacer pizza casera, la ley seca o de los días de hombres y días de mujeres, que parecían salidos de una pesadilla de Margaret Atwood. Yo no había visto nada, porque mis hijos empezaron clases en serio hasta el final de agosto y yo no tenía idea de lo que las demás madres venían sintiendo hacía ya varios meses. Y ahora que lo viví, no se lo deseo a nadie. Encima de eso, el bebé aún no caminaba y aunque no estaba escribiendo nada nuevo, pues tengo una casa y un trabajo, sí debo confesar que estaba vendiendo los libros nuevos a dos manos. Estaba motivada por la crisis, tripeando la novedad, mi esposo estaba en casa todo el tiempo, tenía material nuevo y el vaso estaba medio lleno. Sin quererlo estábamos poniendo ganchitos a cosas que estoy segura que de otra manera, no habríamos cumplido.

La escuela virtual para Cutín implica atención total todo el tiempo y como el 6yrold está aprendiendo a leer y escribir y necesita unos 75 snacks durante las clases, toca subir y bajar escaleras, limpiar charquitos de agua, buscar goma, atesorar rollos vacíos de papel higiénico, barrer migas y ante todo, estar allí, porque si no, el chiquillo cierra la cámara y se pone a jugar Roblox en vez de aprender a sumar. He tenido que hacer mamparas negras para que pongan atención. Tuve que desalojar al bebé de su cuarto, dejarlo damnificado en un corralito que parece diseñado por el mismo Lucifer (tuve que ver 7 tutoriales, desbaratarme las manos y gritar de rodillas y con los puños hacia el Cielo para poder armarlo) y convertir su cuartito que decoré con tanto amor, en salón de clases/oficina, que todos tienen que usar por turnos.   

Con la aberrante escuela virtual, también se presentó una de las peores pesadillas de este tiempo, la cual ha sido mi porquería de impresora. En verdad he llegado a desarrollar un odio visceral por este aparato. Siento náusea cada vez que hay que imprimir algo. He llegado al punto en que me he tenido que poner a dibujar las figuritas requeridas. El artefacto huele el miedo, la prisa, la ansiedad. El 70% de la tinta se gasta literalmente en que la impresora tire páginas de prueba de tinta. No exagero. La HP (Es la marca real y juro que hasta en eso se burla de mí) me ha hecho llorar de la rabia e impotencia de no poder tener las tareas de los niños al día. Ningún ser humano debería manejar esos niveles de frustración por culpa de una máquina. La odio con cada fibra de mi ser y deseo más que nada estrellarla contra una pared o destruirla con un mazo. Pero en estos momentos no podemos darnos esos lujos.

Se murieron Eddie Van Halen, el vocalista de The Outfield y Pau Donés. Lloré por todos. 

Cuando yo pensaba que ya me había pasado todo en este desafortunado año, pues nada, alguien picó una línea de gas en la barriada, y un par de horas después la administración nos mandó un correo todo casual, diciendo que no vamos a tener gas por unos sesenta- y- fucking- cinco- días. Al menos. Dude, yo tengo 3 hijos y quien me conoce bien, sabe que mis Gremlims son el equivalente a tener 7 en la vida real. Tenían que ver cómo me desmoroné frente al pobre señor que venía a instalar los tanquecitos de gas, casi al borde de las lágrimas, manoteándole y exigiéndole que tuviera piedad y me pusiera el tanque de gas en la secadora en vez de la cocina, porque con tanto niño y sin tendedero, yo me iba a volver loca. La gente me miró con cara de WTF y lástima. O al menos eso me pareció a mí, porque como todos sabemos, detrás de las máscaras, pues sabe Dios qué cara pone la gente en verdad. Me parecía a la gente esa que buscan soporte emocional porque Trump ganó las elecciones del 2016. Perdí la cabeza. No estoy orgullosa. No fue mi mejor momento.

El bebé se cayó sobre el filo de una mesa y hubo que tomarle once puntos en la frente. La gente nos miraba en la urgencia y me hacían sentir como la peor madre del Sistema Solar. De nuevo estoy asumiendo, porque reitero, no se le puede ver la cara a nadie. 

Me fui a cortar el cabello, pero por andar tuiteando no presté atención y bueno, solo les puedo decir que después de un mes aún me miro al espejo y lloro. No tengo la actitud para sacar adelante mi corte. Lo sigo intentando todos los días, pero ya no hay nada que hacer y al fin y al cabo no es como si mi vida social fuera un éxito en estos momentos. Espero que antes de Navidad crezca un poquito, para tomarme alguna foto decente.

Una noche serví una cena de risotto de camarones, con Catena Malbec y puse un playlist súper romántico. Pero los vecinos, con quienes me llevo super bien, tenían una bocina mejor que la mía. Y tenían típico. Luego pusieron bachata --cuando escuché a Romeo cantando 'Lágrimas', de José José, me dieron ganas de clavarme el tenedor en la oreja. Como se imaginarán, al carajo la atmósfera romántica. Pero me lo tenía merecido. Yo grito los nombres de mis 3 hijos de 6 de la mañana a 9 de la noche, seguidos de “bájate de allí”, “sal de la regadera ya” y otras bellezas que no voy a decir, no sea que me denuncien a las autoridades y Dios sabe que ellos me contestan con llantos que se escuchan a una cuadra. Ellos jamás se han quejado así que mi autoridad moral para reclamarles por un par de bachatitas inocentes.  La verdad sea dicha, comer fuera de la casa es una opción descartada por los momentos. Los restaurantes se quieren sacar el clavo de los 7 meses de lockdown y eso no va a ser a costa de mi bolsillo. Ni quiero ni puedo. Así que más me vale bancar el gusto musical de mis 4 vecinos colindantes. Es parte del sacrificio. Al menos no es como si nos estuvieran bombardeando aviones alemanes en el medio de la noche.

Confieso que varias veces me hice la loca y todo el mundo terminó cenando cereal o galletas, que no apagué el televisor en medio de una escena medio que fuerte con los kids revoloteando, que no estoy segura si alguna vez limpié a un niño con Clorox wipes y que he reemplazado varias comidas sólidas con mamadera, que me los he quitado de encima varias veces dándoles el celular y que a veces me quedo en el estacionamiento 10 minutos después de haber llegado del súper. Soy una simple humana.

Hoy había que transmitir LIVE un circuito deportivo diseñado mi kid de primer grado. Mientras yo corría detrás de él por el patio con la computadora, y él saltaba sobre unos conos anaranjados y ensartaba unos aros en un poste, pues nada, sucedió que pisé un lodito raro, y el 6yrold gritó en vivo a todo el resto del salón: “Mami, pisaste un pupú”. Tuve que esperar hasta que la filmación acabara y mientras me limpiaba con la hierba.  Señoras y señores: el 2020, siendo 2020, hasta en los pequeños detalles.

En fin. Esto es lo que es. Y nos toca lidiar con nuestras realidades. Aún nos quedan unos 60 días de este giro alrededor del sol. Si sabemos rezar, no es un mal momento para hacerlo. Y si me vienes a decir que cómo me quejo mientras otros están viviendo verdaderas tragedias, entonces no entendiste el post.

sábado, 29 de agosto de 2020

170 días en casa



170 días en casa

Todos dicen que éramos felices y no lo sabíamos. Que estamos viviendo el mismo día mil veces, como en El día de la Marmota. Hacia donde mire veo drama, miedo y desesperanza. Pero quiero y necesito pensar que esto era necesario. Que era parte de mi historia y que me tocaba vivirlo. Pero qué tal si lo que estábamos era sedados, embobados, drogados de cosas. Abstraídos de la realidad. Ocupados sobreviviendo para alejarnos de todo aquello que no era tan placentero como habríamos deseado.
¿Y si no conocíamos nuestras casas por dentro, ni a nuestros amantes, ni a nuestros hijos, ni a nuestra vida? ¿Y si necesitábamos tiempo para vernos por dentro y ver en lo que nos habíamos convertido? Para redefinir nuestro espacio, nuestras metas y prioridades. Para encarar nuestras locas pasiones, nuestros sueños más oscuros y prohibidos. ¿Y si estábamos ausentes, desconectados? ¿Y si ya éramos unos extraños hasta para nosotros mismos? ¿Y si la casa se nos estaba quemando, si las telarañas, literalmente estaban borrando nuestras esquinas? ¿Qué tal si lo que estábamos era aburridos de creer que éramos libres? Tan hartos de no escuchar a nuestros ángeles y a nuestros demonios...
Puede que necesitáramos ver a la Basílica de San Pedro vacía, para recordar a Dios. O dejar de abrazar a nuestras abuelas para darnos cuenta de que el tiempo se nos estaba acabando. O quedarnos en silencio. O darnos cuenta de lo poco que en verdad se necesita para sonreír. O darnos cuenta de lo mucho que pasa en casa mientras estábamos afuera, tratando de conseguir cosas más bellas o más cómodas o más caras.
Yo me di cuenta de que tenía poco vino y demasiado algodón. Demasiados lipsticks que nunca usaba y aretes que compré sabiendo que nunca me los iba a poner. innumerables cremas, scrubs, lociones y productos que no sé ni para qué son. Que me encanta ir descalza y de que me da dolor de cabeza pensar en dónde ir a cenar. No solo por la decisión, sino por lo caro que ya era. Ahora sé dónde y con quién están mis hijos y he gozado con no hacerlos despertar antes de que salga el sol, a bañarse con agua fría y desayunar obligados para enlatarlos en un bus oyendo reguetón y no saber de ellos hasta que el sol se comienza a morir. He visto cómo se les van quedando las pijamas ante mis ojos y me he aprendido el lugar de cada onda de sus cabellos. Comencé a resolver viejos problemas y bajé las revoluciones. Volví a escuchar la radio y ahora los locutores se hicieron mis mejores amigos. Los escucho puntualmente, como si tuviéramos una cita. Despierto con sus selecciones musicales y me tomo el café con sus cuentos.
Me volví profesional haciendo mamallenas con el pan que acumulé pensando que se iba a acabar el mundo. Me atreví a amasar hojaldras. Y a un par de cosas al margen de la ley de las cuales no me arrepiento. Pedí dos que tres favores a viejos amigos a quienes antes no había tenido una buena excusa para contactar. Y pude comprobar, que allí estaban, como si el tiempo no hubiera pasado desde nuestro último abrazo.
Ejecuté proyectos que había procrastinado hasta el hastío. Colonicé o más bien recolonicé mi casa y los rincones de mis armarios. Redescubrí las líneas en la palma de mi mano. También me cansé del chiquillerío y me refugié en la cocina para no jugar más con ellos. Desempolvé mi espectacular libro de recetas y me atreví a ser otra, alguien para quien la cocina es un arte y no un acto de sumisión. El tiempo que le dedicaba a mi cabello lo invertí en hacer realidad algunos sueños.
Se me salió una lágrima cuando la pandemia llevaba 40,000 víctimas. Lo recuerdo claramente. Y luego me di cuenta de que dadas las circunstancias, solo puedo tratar de protegerme y de proteger a los que amo. No es que se me hayan dado muchas opciones. Y a veces eso es bueno también.
No estoy tratando de ser una positiva tóxica, ni de hacer limonada con la desgracia. Con 3 niños en casa, no he tenido mucho tiempo libre, para ser sincera. Lo que no quiero es olvidarme de esta semivida que nos tocó, cuando aquel virus nos robó 6 meses del calendario.
Estoy guardando los detalles, para echar bien los cuentos cuando nos volvamos a encontrar y al fin pueda usar ese vestido rojo que se quedó colgado entre mis proyectos, el 10 de marzo de 2020.

 



Sisterhood

Por: @KlenyaMorales Esta idea viene dándome vueltas en la cabeza hace ya un par de semanas, y hoy se deja atrapar, como una mariposa por una...