domingo, 22 de julio de 2018

Crónicas estrogenadas. Primera Crónica. Volver a empezar

Colección de Cuentos,
ganadora del Primer Lugar
Concurso Nacional del IPEL, Panamá


Volver a empezar
Despertarse a las cuatro de la mañana. Amanecer sin luna. Oscuridad interrumpida por las luminarias de la calle. Con el tiempo, el cuerpo se acostumbra a maldormir, a funcionar en piloto automático para que el engranaje no se detenga. En algún momento de su historia ella dejó de vivir para simplemente sobrevivir. El agua está helada y ella decide hervir un poco en la olla de hacer pasta para echar en un tanque que siempre guarda dentro del baño, así los niños podrán usar un poco de agua tibiecita.  Pero por más que mire el agua con insistencia, no va a hervir más rápido. El sol no saldrá por buen rato sobre la mancha deforme en la que se ha convertido la ciudad, ciudad que extiende sus tentáculos hambrientos en todas las direcciones, sin densidad, sin planos, sin objetivos. Hacer desayuno para Héctor y los niños, revisar maletas, despachar a Santi a la escuela en el busito de contrato, que llega a buscarlo a las cinco y diez. A Rosita la dejan directamente en la escuela porque queda de paso. La maleta de Santi es de Batman y la de Rosita es de unicornios, con loncheras a juego. Santi está un poco grande para usar mochila de Batman, pero la verdad es que está buenecita y la puede usar un par de meses más.  Salir tempranito para evitar el tranque del Corredor. En un solo carro, porque si no las cuentas no salen. Pero el esfuerzo y la logística son por el gusto, porque todo el mundo tuvo la misma idea. Hacer un trayecto que sin tráfico toma 20 minutos, en dos horas. Un desastre. La idea es conversar durante el viaje para compartir en familia, pero nadie dice nada. El silencio del amanecer se traga las buenas intenciones. Adela trata de echar otro sueño. A Rosita hay que despertarla al llegar a la escuela.  Luego llegan al área bancaria y Héctor se va caminando a su oficina. A Adela le queda la tarea de resolver dónde parquearse; coloca las manos en el volante, suspira y piensa “Nombe noEsto no es de Dios”.
Como la mayoría de los empleados del área financiera de la ciudad, Adela no tiene estacionamiento bajo techo. Cuando le toca llevar el carro –ella y Héctor tienen un “sistema logístico”—, se estaciona día a día a varias cuadras de la oficina, jugándosela entre zonas de no se estacione, líneas amarillas e hidrantes. Adela se pasa el día con el estrés de que las grúas del Municipio no pasen cerca de su carro. Obvio que los abogados sí tienen parkings bajo techo, para los Porshe, las Prado y uno que otro Maserati. 
Adela sabe que uno no se maquilla antes de llegar a la oficina, o la base se le va a derretir junto con el rímel y el delineador. Más vale entrar al trabajo con la cara lavada que parecer un mapache. Paraguas, periódico, cartera y portafolio, Adela se aventura a caminar hacia su oficina, a ver si le queda tiempo de corregir lo que puede. Siempre hay que lucir al mejor nivel de sus posibilidades, aun cuando el sueldo a veces no alcanza para cubrir los gastos que acarrea reflejar una estampa glamorosa en todo momento.
En la época lluviosa, todo se ve del color de la plata vieja y sin pulir desde los ventanales de piso a techo de la Torre BancoSur, al igual que desde el resto de los edificios que definen el horizonte de la ciudad.  Y pasa lo mismo de siempre. Todo comienza con una lluviecita pendeja. 30 grados Centígrados afuera y 16 adentro. O te cocinas en el trópico o te congelas en una morgue. No hay punto medio. Los cristales se empañan y uno no puede aguantar la tentación de escribir su nombre sobre la condensación.
Si tienes oficina en una esquina puedes llegar como a las once. Para eso eres jefe. Las gotitas de lluvia surcan las ventanas de los bufetes y bancos, de transnacionales y casas de valores. Los ejecutivos de los gigantes de las finanzas pueden mirar hacia el piso y ver a los de a pie, — que son los que pagan los intereses de sus casitas en el suburbio por 30 años o hasta morirse, lo que ocurra primero— tratando de llegar a sus trabajos para buscarse la vida. Gente promedio, con oficios promedio y sueldos promedio.
La calle aún está medio dormida. Es quincena y juega el gordito. Los billeteros agitan su mercancía sobre los parabrisas de los autos. Los árboles tiemblan, los pájaros salen graznando a toda velocidad.   Las palmeras bailan, se doblan y sacuden. El aguacero es evidente. Los charcos comienzan a formarse en los huecos mal rellenados con asfalto. Los burócratas del centro financiero encorbatados, las oficiales de banca privada en tacones y medias de nylon— o con chancletas de plástico para cambiarse en la oficina, avanzan saltando y tapándose la cabeza con carteras, portafolios o loncheras.   
Al llegar a la oficina marca el reloj y se mete al baño para hacer un control de daños en su ropa, cara y cabello. Luego comienzan la faena y el intercambio de saludos diarios e historias sin importancia.  La oficina es una mezcla de perfumes.  De Chanel No. 19, pasando por Amarige y terminando hasta en Pachulí. En el aire se escucha ese zumbido sin sonido de los monitores. Las secretarias se ven un poco azules, como el reflejo de las pantallas de las computadoras. 
Esta ciudad cree que le ha ganado al mar. Los edificios van dando forma a la silueta del área bancaria. Los muchachos que venden periódicos bajo los semáforos buscan refugio con caras de tristeza y frustración. Los vendedores de desayunos pedalean con todas sus fuerzas en las bicicletas para proteger su carga de empanadas y hojaldras envueltas en bolsas de papel manila con manchas circulares de grasa. No hay muchas ventas cuando llueve y cuando hace sol tampoco se gana bien.
            Alegres estudiantes corren por las calles con las camisas blancas y celestes pegadas a sus pieles, tratando de competir por agarrar un puesto en el Metrobus de la ruta Calle 50. Parece que será otro día sin ir a clases. 
 Para variar.
El día de trabajo va sucediendo automáticamente. Reuniones que pudieron haber sido un correo electrónico, usuarios que no aprenden a cerrar las ventanas de la computadora y se quejan de la velocidad del internet. Bochinches de oficina. Conferencias por Skype que se caen, facturas que no facturan. El Dr. Fulano bloqueó su celular porque se le olvido la contraseña. Almuerzo en el puesto de trabajo. Algún gracioso trajo pescado y lo calentó en el microondas de la oficina. Todo huele mariscoso. O a pollo con brócoli. O a lo que sea.
A las cinco de la tarde en punto, Adela acerca su tarjeta al reloj. No puede evitar sentir un poco de vergüenza por el apuro, pero tienes que salir volando del trabajo. No hay huevos, ni jugo, ni pan, ni leche —ese pensamiento le ha estado rondando por la cabeza todo el día como un mantra. Pero el jefe te llama al celular justo cuando está a punto de entrar al elevador.  Hay un fuego que apagar. Y cuando te das cuenta que no va a llegar a tiempo a la guardería en donde dejas a Rosita, llama a alguno de sus hermanos para que le haga el favor de buscarla y quedársela hasta que ella pueda llegar. Pero no lo puede hacer todos los días, porque ellos también tienen sus vidas. Sus problemas. Sus luchas. Y cuando compara sus problemas con los de ellos, sin dudarlo se queda con los suyos.
            Y uno espera que el día siguiente sea diferente. Pero nada cambia. Es la más leal del equipo. Ya son diez años de trabajar en la firma de abogados más grande del país. Tan es así que allí donde haya un consulado panameño, allí tienen ellos una sucursal. Son los misterios del poder. Pero nada de eso es problema de Adela. Su problema es ser una profesional en lo que hace y estar obsesionada con hacer un buen trabajo. Con la perfección. Se lleva los problemas de la oficina a la casa. Está on call todo el tiempo. Tiene a su haber decenas de horas extras que nadie le va a pagar. Nunca se sabe cuándo va a colapsar la sucursal en Shanghai, Oslo o Pireos. Nunca se sabe cuándo se va a ir la luz y se amenace la integridad de los servidores. Nunca se sabe cuándo a Anonymous se le va a ocurrir atacar su base de datos y la oficina se convierta en un blanco fácil para la segunda parte de los Panamá Papers.
            Es duro darlo todo en el trabajo, hacer una maestría mientras estás embarazada, preocuparte por la empresa como si fuera tuya y tener siempre presente que no tienes el apellido adecuado para aspirar a una Vicepresidencia. Y no solo es eso. Pasa que es mujer y en esa firma, las mujeres no son material gerencial. No tiene ninguna influencia o amigo arriba de la escalera de mando. Su jefe puede no haberse graduado de nada, pero mientras él no se jubile, ella no puede aspirar a más que ser su secretaria ejecutiva sobrecalificada. Y si aunque fuera le pagaran las horas extras y le subieran el sueldo acorde a tu desempeño, pues bueno, no hay reconocimiento pero hay platita, ¿no?  Pero pareciera que, de algún modo, incomprensible y misterioso, a la firma le conviene que uno no esté bien pagado. Que viva apretado. Quizás para que uno se mantenga con hambre de éxito. Te ponen la zanahoria en frente, como sale en las cómicas.
            Eso lo piensa Adela mientras recuerda que Santiago se está quedando en Matemáticas y que por más que trates de explicarle la tarea a las diez de la noche, —cuando al fin lo puedes ver—, hay muy pocas probabilidades de que salve ese fracaso. Un tutor está fuera del presupuesto familiar. El psicólogo va a costar otro bollo de plata. Y ni hablar de una rehabilitación, que va de la mano con un contrato de busito que lleve y traiga a Santi durante el verano.
            Desde que recuerda, Adela ha estado rodeada de mujeres trabajadoras, incansables, creativas. Mamá. Tías. Maestras. Profesoras. Costureras. Abuelas. Amigas. Mamás de las amigas. Lo que es más, siempre le pareció que una mujer con grados universitarios que se queda en casa exclusivamente, no es algo común. Y aún si lo hacían, eran unas expertas en su casa. Menús variados. Vajillas para invitados. Jardines siempre verdes. Casas adorables, hijos y marido impecables. Nunca percibió ninguna de las dos tendencias como una traición a su naturaleza de mujer.  
            Hasta que le tocó atender a su propia familia. Entonces se dio cuenta de que los platos no amanecen limpios por arte de magia, mientras uno duerme. 
 Ni se llena la despensa. Ni la plata se estira milagrosamente. 
            Fue un poco sorpresivo ver que la chequera no se balanceaba sola ni te manda una alerta cuando está a un solo dólar del límite inferior. No hay elfos que laven, doblen, planchen y guarden la ropa, ni las citas médicas del Seguro o de la Privada se hacen solas. Ellos no te llaman para hacerte la vida más fácil.
 Nada de eso.  En la escuela te hablan del abecedario, pero nadie te previene que habrá muchas otras “letras”.  El carro, la casa, Fenosa, IDAAN, Aseo, el Corredor. Y las tarjetas de crédito hasta el tape. Y ni hablar de la porquería de banco con la que se metió, en el cual ningún ser humano te atiende.  Cuando necesita algo, llama por teléfono y se demora veinte minutos entre menúes y grabaciones sin color de voz.
            Como en el caso de Adela, que la casa esté limpia no es un capricho. Da la casualidad de que sus hijos, su marido y hasta ella misma, son alérgicos a cualquier manifestación de polvo.
            Los amigos llegan a casa —un poco menos cada mes— y todo debe ser perfecto. Las cervecitas frías, el ceviche, los patacones… Los electrodomésticos se dañan, y de la nada Adela tiene que conseguir 200 dólares para cambiar los cauchos de la nevera que compró de paquete hace dos años.  Hay que darle mantenimiento al carro, lo cual puede superar con creces el precio de la letra. Correr a llenar el tanque, porque el otro viernes sube la gasolina. A Rosita hay que ponerla a dormir, leerle un cuento y enseñarle a rezar.  Con Santiago hay que conversar de lo que sea. Ya viene la pubertad y con ella, el abismo impresionante que se abre entre uno y sus hijos. Al mirarlo dormir, Adela hace una nota mental de que hay que ir a cortarle el cabello. Obvio que a la barbería, porque volver a pagar 15 dólares por un corte de hombre, le parece un asalto.  Adela revisa la maleta de Rosita y se percata de que mañana tiene un cumpleaños. Siempre cumple algún niño en la guardería. Y cuando ve las tareas de Santiago, algo dentro de ella se pone a llorar. Pero no llora. No sirve de nada.

            Hay que bajarle las bastas a los pantalones. Pegar algunos botones y sacar manchas. Hay que cocinar para llevar al día siguiente. Cosas variadas, nutritivas y apetitosas. Comer en la calle es cada día más pecaminoso. A Rosita no le gusta nada. Solo come huevos revueltos y salchichas. Y como toda ama de casa que se respeta, sabes que las salchichas dan cáncer. Pero es lo único que hay, y Adela está muerta de cansancio. Y mientras le empaca salchichas para la lonchera, siente que ha fracasado como madre. Pero todo es temporal –suspiro de Adela—,  pronto crecerán y esos momentos difíciles, serán solo recuerdos.
            
Y está ella.  Al final de la lista. Tiene que verse como de catálogo. Deslumbrante. Blower, highlights, manicure, pedicure. Quitarse el maquillaje religiosamente. Hacer que sus tres suits parezcan 30 combinaciones diferentes. Hay que tener un blower chiquito en la cartera, para cuando el clima falla. Ya renunció a caminar 30 minutos dos veces a la semana, porque por el amor de Jesucristo, ¡tiene que dormir a alguna hora! Al Diablo las cremas antiarrugas y el perfume francés que usaba desde que era adolescente. Un splash tendrá que hacer el papel del Diorissimo que ya no puede comprarse, como cuando era soltera. Los ocho vasos de agua al día va a tener que tomárselos con la boca abierta bajo la ducha, mientras enjabona sus curvas cansadas. Comer ensalada y tuna hasta el hartazgo. No contenta con todo esto, tiene que ser una amante como esas que salen en las novelas. E innovar en la cama, porque, pues el matrimonio necesita chispa, sino se vuelve un Polo Norte y en la calle las otras mujeres adoran meterse con tipos casados con esposas cansadas.
            Y están los demás. La otra gente que también forma parte de la vida de Adela, y que que tiene en el olvido. Sus padres allá tan lejos en el “interior”. Son al menos 5 horas en carro. Y el pasaje de avión te sale más caro que ir a Miami. Tus hermanos con sus rollos personales. Roberto se quedó sin trabajo a los 42 y no puede tener hijos. Y su hermana Vanessa anda pidiendo pintas de sangre para la operación de su hijita. Otra vez. Su mejor amiga es amante de un hombre casado y ya se te acabaron los consejos para que aspire a algo mejor. Ese tipo jamás va a dejar a la esposa. Todos quieren contar con ella. Y es bueno que no se olviden de uno a pesar de lo complicado que se volvió vivir en Ciudad de Panamá.
            Mientras empaca el arroz con carne y tajadas de plátano maduro –como le encantan a Héctor— para mañana, Adela hace un alto y se da cuenta de que eso no es vida. Al menos no la que soñó. Es una cadena de momentos esperando ser feliz. Han pasado los años y esto no era lo que se imaginaba.  Héctor es un buen hombre y sus hijos tienen salud. Pero éste no era el sueño. Si tan solo tuviera las agallas de mandar todo al carajo y tratar de emprender una nueva vida, con sus propias condiciones, en lugar de las de unos jefes que se la pasan de crucero por el Egeo o pasando el summer gringo en Bali y que de a vaina se saben su nombre.   
            No es la primera vez que esa idea la ataca a Adela en la soledad de la cocina. Pero es la primera vez que siente que los ojos se le llenan de lágrimas de la vida real. “Si tan solo tuviera el valor. Irme para Chiriquí. Vender lo poco que tenemos acá y comenzar de nuevo…”  Y se da cuenta de que ha contraído una idea virulenta, que o se hace realidad o le va a carcomer el cerebro desde la nuca hasta las cejas. Aún no se atreve a decirlo en voz alta, porque ni ella misma se lo cree. Pero el virus se ha inoculado en su sangre y no puede hacer otra cosa que tirar números y pensar en cómo decírselo a Héctor. Meterlo a bordo de ese barco y ver qué hacen cuando llegan a ese puerto.
            Tendrían que buscarse un trabajo. Comprar una casa. Empezar de cero, pero en una ciudad mucho más pequeña. Era un riesgo. Sus trabajos pagaban las cuentas. ¿Estaría despreciando las bendiciones que había recibido de Dios, por ambiciosa? Pero, ¿y sus sueños? ¿Por qué Dios te deja soñar con otras vidas?
            Suena bonito. Adela casi está sonriendo. Se está creyendo su nuevo proyecto. Y sabe que todo le va a resultar, con un poquito de organización y fe. Se imagina sus castillos en el aire. Prácticamente puede verlos y decidir de qué color va a pintar las paredes de los cuartos de los niños. Hay que tomarle fotos a cada habitación de la casa para ponerla en OLX o Encuentra 24. ¡Qué emoción! Sí se puede.
            Pero en una semana más, Adela se dará cuenta que su período de reloj suizo no le habrá llegado como de costumbre.  Después de otra semana confirmará su sospecha, y al llamar al consultorio del ginecólogo en cuasi-histeria y pedir una cita cuanto-antes, y someterse al frío escrutinio del ultrasonido, el Doctor Torres le dirá que las Salping no son cien por ciento efectivas, que eso podía pasar. Que existe un pequeño número de casos en los que la trompa se recanaliza y el espermatozoide pasa a través y fecunda al óvulo. “Pero ánimo, aún eres joven Adelita. Sonríe. Vas a ser mamá otra vez. Y todo se ve perfecto.” De nada le servirán la negación, el llanto y la desesperación. Pero no podrá evitar sentirse como una quinceañera que metió la pata. Sentirse devastada. Sentir que hizo algo mal.
Solo entonces le dirá a Héctor que están esperando un bebé, y él le dirá “Pero-si-tú-te-operaste-cuando-nació-Rosita”. Luego de unos diez minutos de cuestionamientos, gesticulaciones, no-puede-ser y manoteos, Héctor le tocará el cabello a su Adela con ternura, y le dirá que quizás la idea de renunciar ya no suena tan brillante como hace unos días. Al menos la firma le paga un seguro privado y el bebé podrá nacer en una clínica.         
      Basta de llorar. El bebé puede sentir todo el estrés de la mamá. Mi bebé no se merece esto. Y como por arte de magia, Adela se dará cuenta que ya está pensando en el bienestar de esa personita. Y eso la tranquilizará. La hará sentir un poco mejor persona, y no la miserable egoísta que no se esperaba la noticia. Porque hay algo en la maternidad que desafía la lógica y el miedo. Y está el dicho que dice “Los niños traen su pan debajo del brazo”.  Habrá que poner los sueños en hold. De nuevo. Porque la vida, no es una novela. La vida es como es.



Crónicas estrogenadas. Segunda Crónica. Invisible.


Invisible
            Los fuegos artificiales surcan el cielo de enero, como arañazos multicolores contra el negro sideral del verano de Santiago. La brisa mueve los árboles del bosque y crea pequeños remolinos de hojas amarillas por las veredas de adoquines rojizos. Los muchachos entogados se abrazan. Los familiares aprietan bocinas escandalosas hasta que se les tapan los oídos. Ya son profesionales. Ya están listos para aspirar a mejores salarios, a sueños más grandes, a historias diferentes. Después de tantos sufrimientos, noches sin dormir, filtros, trabajos en grupo, profesores de esos que son unos desgraciados por el bien de los estudiantes. Después de tantas luchas, por fin saldrían al mercado laboral a recoger los frutos de su educación.
            Lida toma una, dos, tres, cuatro, cinco fotografías de los fuegos artificiales y de los cuadritos de confeti de papel metálico una pulgada por una pulgada que vuelan entre los graduandos. La banda toca una melodía que parece conocida. Quizás rock. Sí es rock, de Bon Jovi.  La tuba gime y la batería le da piquetes al aire. Los chicos de la banda sudan bajo los reflectores. Los birretes vuelan. Ella también tuvo una noche como aquella. Hace muchos años ya. Iba a ser la dueña del mundo, así tenía que ser. Ella iba a hacer cosas diferentes con su vida.
            Lida se graduó de abogada, ejerció en las mejores firmas del país, hizo banca de fideicomisos, sociedades anónimas, bienes raíces, estudió un postgrado en gerencia durante las noches y luego se inscribió en una maestría de arte y escritura creativa en el extranjero. Cuánto amaba estudiar. La abogacía le ofrecía oportunidades financieras, mientras que los estudios de postgrado le ayudarían a ejercer en el mundo del arte. Le habría encantado dedicarse a escribir y enseñar. Escribir ficción y enseñar literatura, arte o filosofía. Ser como J.K. Rowling y escribir novelas espectaculares, con miles de seguidores en todo el planeta rendidos a sus pies.
            Al volver de la maestría, sacó su licencia de traductora pública autorizada y se preparó para hacer las mil y una cosas que había planeado.
            Sin embargo, allí está, con su teléfono inteligente, mandando posts de Instagram, Twitter y Facebook a la cuenta oficial de la institución para la que trabaja. Hace un par de comentarios ingeniosos, busca un par de likes. Se asegura de usar un hashtag pegajoso y que las fotografías expresen la misión del Instituto Nacional de Estudios de Nanotecnología. Lida baja su teléfono para revisar y editar las fotografías y mientras lo hace, comienza a recordar las cosas que nunca pasaron. Jamás ganó más de 1,500 dólares después de graduarse. Eso no da margen para cumplir muchos sueños que digamos.
            Han pasado 15 años. 15 años desde que nació su niño. 15 años desde que, en lugar de empezar a escalar sin descanso por la loma laboral, tuvo que quedarse atrás, a propósito. Tuvo que hacerse invisible.  Solo así pudo darle a su Andrés los cuidados que el pequeño necesitaba y mantenerse cotizando el Seguro. Andrés había nacido con un corazón lleno de asuntos pendientes. Intercomunicación entre ventrículos, soplo de ductus arterioso, Comunicación entre aurículas. Asuntos que sólo se resolverían con un bisturí, abriendo su pecho y haciendo bombear su sangre a través de máquinas muy sofisticadas, mientras el cirujano cardiovascular le remendaba el corazón a su niño. Desde el día 1, supo que su Andrés iba a necesitar varias operaciones. El Dr. De La Torre se lo dijo la misma tarde del nacimiento de Andrés. Los medicamentos eran lo de menos: Andresito necesitaba estar asegurado, porque ningún seguro privado iba a cubrirlo. A esos niños nadie en su sano juicio los asegura. Las operaciones que necesitó el niño fueron sumamente costosas, y a pesar de todo lo que la gente habla del Seguro Social, solo ellos le brindaron a su hijo lo que necesitó durante sus primeros años. Tenía que estar asegurada, al precio que fuera, pero no podía trabajar en el sistema de ponchar tarjeta de todos los funcionarios. Andresito iba a necesitar mucho de su mamá. Lida lo supo al estrecharlo entre sus brazos, mientras despertaba de la anestesia de la primera operación. El niño tenía tres meses. Iba a ser un camino agotador. Lida estaba tan asustada de perder a su pequeño que prometió a la Virgen dedicar su vida a su bebé.
            El Instituto le dio una oportunidad. Un sueldo pequeño en su departamento de comunicaciones, unas funciones por definir, pero que tenían que ver con el mundo del Internet, que en pleno 2007 estaba cambiando hacia una nueva manera de hacer relaciones públicas.  Desde luego que sus conocimientos de inglés eran un valor agregado. Ya le encontrarían algo. Lida lloró agradecida. Estuvo a punto de besar las manos del Director del Instituto.
Y comenzó a prepararse para su nuevo puesto. Llena de motivos y de proyectos. No había mucha información en ese entonces. Tenía que alimentar las redes sociales, un trabajo que en ese momento era casi desconocido. Podía hacerlo desde su casa, pero tenía que estar disponible todo el tiempo. A Lida se le encendieron los ojos, y no pudo decir que no. Después de que Andrés naciera, no se había atrevido a pensar en una oportunidad como aquella.
            A los cuatro años, Andrés le preguntó a Lida:
             –Mami, ¿por qué Dios me dio un corazón dañado?
Lida se enfureció y abrazó a Andrés contra su pecho. ¿Cómo iba a contestarle esa pregunta que tantas veces se había hecho ella misma? ¿Cómo entender el plan absurdo de Dios? Ella habría dado lo que fuera por darle su propio corazón y evitarle tanto sufrimiento a su pequeñito.
            Hoy, Andresito está fuera de peligro y ha avanzado muchísimo. Lida solo puede estar agradecida, le dieron la oportunidad que necesitaba en el momento en que la necesitaba.
            Pero su orgullo, aquel ego de intelectual que siempre la hizo sobresalir, le hacía sentir el amargo sabor de la frustración profesional. Tanto así que le dolía el corazón, físicamente se sentía enferma, de pensar que su vida profesional se había vuelto una broma de mal gusto. Trataba de no sentir envidia y ser humilde. Pero era por el gusto. Aunque sabía que había hecho lo correcto, no podía evitar recordar la brillante sustentación de su tesis de grado y de su disertación de la Maestría que con tantos esfuerzos se pudo pagar. Los años de estudio e investigación.
            Y despertaba a su realidad. En su trabajo, la clave era pasar desapercibida. Tenía que vestirse modestamente a propósito, para no llamar la atención ni despertar celos de sus compañeros. Usaba un moño en lo alto de la cabeza, nunca se maquillaba ni usaba zapatos altos. No se pintaba las uñas ni causaba problemas. Acataba las órdenes superiores con humildad y sencillez. De espaldas por las esquinas. La cabeza baja. Ni siquiera se atrevía a proponer ideas brillantes, por miedo a que la persona equivocada se sintiera aludida y se fijara en sus privilegios y decidiera que era demasiado para ella. A veces fantaseaba con que alguien influyente tomaría su currículum de entre una pila de papeles y en verdad lo leería con atención. Que se dieran cuenta de que era una escritora talentosa, capaz de pintar emociones y conectar con las audiencias. Que dijeran “mira el potencial de esta muchacha, deberíamos aprovechar un perfil como el suyo”. Era tan creativa. Escribir para ella era como cortar mantequilla con un cuchillo caliente. Era muy talentosa. Pero ya no tenía 30 años, ni toda una vida por delante.
            Ya era muy tarde para todo eso. A todos nos toca una cantidad limitada de milagros, y Andrés había necesitado todos los milagros disponibles para Lida a sus 45 años. Su tiempo de escalar y brillar, ya había terminado. No podía quejarse. Andresito salía adelante. Era un excelente alumno y un niño bueno. Y uno aspira a que los hijos sean buenos y decentes. En su última visita al médico, el Dr. De La Torre les había anunciado que habría que revisar ese corazón anualmente pero que estaba casi seguro de que nunca más tendrían que operarlo. “¡Es hora de vivir! ¡Sin miedo!” Lida y Andrés se abrazaron. Lida tenía los ojos llenos de lágrimas y el alma aliviada. Al fin su niño viviría una vida sin el terror de la furosemida, el balance hídrico, ni la presión pulmonar. Andrés estaba fuera de ese peligro desesperante que había hecho una sombra sobre sus vidas desde el día que nació, con grandes dificultades para respirar y una legión de doctores haciendo sus diagnósticos.
            Lida observa el reloj. La batería de su celular está al 1%. Justo a tiempo. La carga duró toda la graduación. Es hora de irse a casa porque la señora que la ayuda con Andrés también tiene que irse a dormir.  A Lida le toca vivir la vida que le salió en la ruleta: en paz y sin atormentarse por todo lo que hubiera podido ser.





Crónicas estrogenadas. Tercera Crónica. La suerte de la fea.


La suerte de la fea
            En el camerino de a lado, la maquillista empolva la cara grasienta del alcalde en ejercicio, que corre para su tercer período en el Concejo. Luego de diez años en la alcaldía, Rafael Duarte podría considerarse un veterano de la política. Muchas rayas para el tigre. Titulado en de Abogado en la Nacional. Se la pasó haciendo pollas para quedar con los profesores más jamones de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Cerró calles, tiró piedras y le prendió velas a Marx y a Lenin. Si estornuda, probablemente un botón de su camisa podría salir disparado y sacarle el ojo al camarógrafo que montado en su grúa hace paneos buscando los mejores ángulos de los candidatos. Su nariz aguileña, su cabello blanco, sus ojos pequeños y su hablar campechano. “Me debo a mis bases” diría continuamente, mientras los periodistas apócrifos le lanzan todo tipo de preguntas irrelevantes. El tipo es un verdadero sobreviviente de la política criolla. Ha estado en todos los partidos. Siempre en la papa, obviamente. Sus enemigos lo insultan y le dicen ladrón y coimero.  Pero “nunca han podido probarle nada”, como contesta a todo aquel que se atreva a preguntarle sobre sus expedientes. Su insulsa esposa lo apoya incondicionalmente, a pesar de que cualquier ciudadano mínimamente ilustrado puede llamar con nombre propio a la amante oficial. Sí, “oficial”, porque extraoficiales hay varias en rotación de inventario.
            Duarte es famoso por la utilización de fondos de administración en donativos para los barrios pobres del electorado. Patrocina todo lo que le pidan, desde un uniforme de softball hasta una hoja de zinc para el techo de una casa precarista. Su planilla de “asesores” es un interminable desfile de botellas, y todos saben que el alcalde les pide una cuota de sus salarios “para seguir haciendo el bien al pueblo”.
            Sofía se mira al espejo de los camerinos, enmarcada en bombillos de luz blanca, como en las películas. Se acomoda el cabello largo y ondulado. Verifica su maquillaje antes de salir al debate y le gusta lo que ve. Un cuerpo entrenado y un traje adecuado. Azul naval con líneas grises, casi imperceptibles. Sus labios voluptuosos en rojo oscuro mate. Delineador negro con algo de brillo enmarcando sus hermosos ojos almendrados. La belleza de su rostro y la personalidad de Sofía hacían que se adueñara de cualquiera habitación en la que entrara. En breve iniciará el debate y ella no podría estar más preparada para confrontar a su adversario en política. Había sido una larga carrera hacia la alcaldía del distrito. Era su sueño desde que salió de la universidad y desde que lo quería había tratado de dirigir sus esfuerzos a conseguirlo. Cuando le preguntaban cuál era su motivación para luchar por la alcaldía, Sofía le regalaba su gran sonrisa al reportero diciendo “Porque amo a esta ciudad”. Y todos se derretían por su franqueza e inteligencia. Era joven, enérgica y decidida. Si alguien podía arrebatarle el trono a Rafael Duarte, ésa era Sofía Hernández.
            Se había especializado en Ciencias Políticas y graduado con honores. Luego había estudiado un segundo título en Psicología de los Mercados. Sabía lo que movía a las masas, lo que las hacía vibrar y conectarse. Tenía un Diplomado en Finanzas públicas y cuando se hablaba de producto interno bruto e índice de crecimiento, ella sabía cómo mandar a su adversario contra las cuerdas. Unas piernas gruesas y torneadas, adornadas por una que otra cicatriz deportiva la hacían ver vulnerable y real. Su manejo político era exquisito y no cometía errores. No tenía deudas políticas ni colas de paja en su vida profesional.
            Soltera y sin hijos, era reconocida por su trabajo comunitario y sus iniciativas sociales. Ha sido servidora pública y es la primera vez que aspira a un puesto de elección popular. Nunca ha estado comprometida con el ideario del partido político que la ha postulado, pero es un mal necesario si tienes aspiraciones de cambiar tu entorno.
            Sofía sonríe frente al espejo. “Mi carrera ha sido mi prioridad. Me he preparado para servir a mi ciudad y espero que ustedes apoyen mi plan de gobierno”.  Es sin dudas la sonrisa de una ganadora. Serena y confiable. La sonrisa de quien sabe lo que vale y no necesita de la confirmación externa.
Los reflectores bailan sobre el escenario y los asistentes reciben instrucciones de aplaudir según lo solicite la producción. Los podios están en lugares opuestos del escenario y tras la cuenta regresiva, Sofía empieza a caminar con seguridad hacia su posición a la mano derecha del auditorio. Saluda con elegancia, como si fuera de la realeza. Duarte se dirige hacia el lado izquierdo del auditorio. Tiene una sonrisa descarada, una vibra extraña. Luce desaliñado y cansado, pero no se ve preocupado. Se agarra ambas manos y las eleva sobre su cabeza, en señal de triunfo.
            Comienzan las preguntas. Es tan diferente el desempeño de los candidatos. Duarte no para de citar el poder de Dios y sus muchas y buenas obras pagando operaciones, comprando trofeos y haciendo ferias libres, mientras Sofía desgrana los muchos planes de desarrollo para la ciudad. Aceras, urbanismo, desarrollo peatonal, sanidad, apoyo a las escuelas, diversidad, expresión cultural, apoyo a artistas y artesanos. Ferias culturales, festivales ciudadanos, planes de estudios dirigidos luego de clases, cine popular, reutilización de la basura, espacios verdes, permisos de ocupación. Una ciudad amigable en la que cada quien tenga su espacio.
            Duarte ríe con sorna y llama “fantasías irrealizables” a los planes de Sofía. Dice que él sí conoce al pueblo. Que sus electores saben quién es. Que las verdaderas necesidades de la ciudad son ajenas a una mujer que nunca ha conocido la pobreza. Que él viene de abajo y que habla el idioma de la “humildad”—para él humildad no es un rasgo del carácter. Humildad es pobreza y punto—. Que el Señor lo ha dirigido y que pretende seguir dándole a su ciudad lo que merece. Que su lealtad al pueblo ha sido probada. Que la “licenciada”, entre comillas porque lo dice con ironía y desprecio, es una mujer refrigerada, con la cabeza en las nubes y nada de experiencia. Cada cierto tiempo Rafael Duarte consulta a su celular, como a la espera de un mensaje importante.
            El equipo de Sofía Hernández monitorea las redes sociales y las impresiones de la gente que ve el debate desde casa, por Facebook Live o por Periscope. La retroalimentación es buenísima y así se lo hacen saber a Sofía desde el público asistente al foro.
Ella espera su turno para contestar a las preguntas, mientras Duarte la interrumpe con argumentos descalificadores o con risas irónicas mientras se toca la corbata son su nudo malhecho y se ríe de la candidata como si fuera una niña.
            “La licenciada Hernández no conoce la vida en familia, no tiene hijos y no sabe lo que es luchar por sacar una casa adelante. Es fácil para ella pintarles de lindos colores situaciones que no conoce. Si llegara a ocupar mi cargo en la Alcaldía, se daría de frente con las realidades de nuestra gente pobre.” Siempre diciendo “licenciada” con sorna, como si Sofía se hubiera encontrado el título en una caja de Cracker Jack.
            Sofía ignora la falta de modales del Alcalde y lo reta a debatir con propuestas. Pero Duarte no deja de decir frases prefabricadas y demeritar la carrera y los conocimientos de la aspirante a Alcaldesa.
            De repente Rafael Duarte mira a su celular y sonríe con maldad. Parece que ha llegado lo que tanto esperaba.
— Conciudadanoooooos, ya ustedes conocen mi trayectoria (pausa dramática), de la cual no les cabe la menor duda. No importan los ataques de mis rivales, porque yo me debo a mi ciudad. En cambio, la candidata Hernández es una recién llegada, sin idea de cómo dirigir una ciudad. Yo soy un hombre de familia y quiero para mi ciudad lo que quiero para mis hijos. Y si hay algo que no quiero para mis hijos es una alcaldesa que no tiene ninguna vergüenza ni respeto por su electorado. No quiero una mujer sin principios morales y sin recato en la máxima silla de la ciudad”.
Mientras decía estas últimas frases elevaba el tono y gesticulaba como un poseído.
—Ante todos ustedes me atrevo a quitar la máscara a una mujer que sólo traería malos ejemplos a nuestras jóvenes y niñas.
            Sofía Hernández comenzaba a cansarse del discurso de barricada del Alcalde, pero ante todo sabía que no podía perder la vertical de su carácter por las provocaciones de Duarte. Pero él seguía arengando descréditos hacia la candidata, con una seguridad que crecía a cada segundo que seguía escupiendo acusaciones frente al micrófono.
— …y como yo soy un hombre íntegro, que se debe a su ciudad, vengo hoy, con pruebas concretas, a revelar ante ustedes quién es Sofía Hernández, de una vez y para siempre. Estoy seguro que una vez hayan visto lo que yo he visto (otra pausa dramática), no dudarán ni un momento en volver a dignificar a mi humilde personaaaaaa, con el voto para presidir el Concejo Municipal desde la Alcaldía del Distritooooo.
En ese momento cúspide de su perorata, el Alcalde agarra su iPhone X en la mano izquierda, la misma que está engalanada con un Rolex de imitación y una esclava de oro.
—Le solicito encarecidamente a la producción que tome un primer plano de mi teléfono celular”— dice Duarte con tono triunfal y algo ofendido.
            El camarógrafo principal gira la cabeza hacia el asistente de producción, quien a su vez  voltea a mirar al jefe de producción quien coloca el puño izquierdo frente a su boca. “Esto es televisión en vivo. Si no lo paso yo, alguien más lo va a pasar” piensa el Jefe de producción y luego de una mini batalla con su conciencia señala al asistente con el dedo índice de su mano derecha en franca señal de proceder. El asistente corre hacia el camarógrafo moviendo la cabeza de arriba abajo varias veces. El camarógrafo dispara hacia la mano del Alcalde y saca un zoom de la pantalla del teléfono.
            Y en ese momento, en miles de hogares, pantallas de computadora y teléfonos celulares, sale la fotografía a colores de una muy joven Sofía Hernández, modelando un corpiño de lencería delicada en encaje de color marfil. Es una fotografía de inmejorable resolución, en la que Sofía sale de cuerpo entero, descalza y mirando a la cámara con coquetería.
            Sofía trata de dominar la situación lo mejor que puede. No por vergüenza, sino porque ha recibido un golpe bajo el cinturón en televisión nacional. Todos sus proyectos, sus estudios, sus logros, sus horas de trabajo incansable para diseñar una ciudad con sitio para todos, se van a ser medidos por esa fotografía desde ese momento en adelante. Y para siempre.
            Un instante en el tiempo. Una fotografía profesional, de buen gusto.
            Podía ponerse a la altura del Alcalde. Podía justificar que las fotos son artísticas y que le habían ayudado a pagar deudas universitarias y a sacar su carrera adelante. Que no estaba mal aprovechar una oportunidad de trabajo digno para seguir adelante. Que no era una chica mimada. Que nunca había conocido a su padre y que su madre había hecho lo imposible por sacarla adelante. Que una mujer era más que un cuerpo o una decisión. Que tenía muchas dimensiones y estaba orgullosa de sí misma. Podía hacer cualquier tipo de intento para salir de aquel traspiés, pero ya los votantes no la estaban escuchando. Para ellos no era ni siquiera una modelo de lencería. Era simplemente una mujer sacando ventaja de su cuerpo. Ni los grados universitarios ni los logros de sus cuarenta años de vida ciudadana contaban en ese momento. Solo la sonrisa triunfal de su oponente. La tecnología que no deja que el pasado sea pasado. El amarillismo y el morbo. Esa sociedad que no perdona a las mujeres…
            Sofía no estaba avergonzada. No le daba la espalda a la Sofía de hacía 18 años. A la chiquilla que quería una oportunidad por sí misma. A la pelaíta que había aceptado una excelente paga por modelar ropa interior para una revista publicada en Argentina, porque la beca que se había ganado no alcanzaba para pagar las cuentas de la familia. Había llegado hasta allí con esfuerzo y trabajo, sin influencias ni padrinos. Haciendo mucho más de lo que se esperaba de ella. Trabajando horas extra que nadie le iba a pagar. Trabajando con amor y con vocación. Con ganas de hacer la diferencia.
            Sofía lucha con las lágrimas que se asoman a sus ojos. Maldito Duarte y su campaña sucia. Malditos los sicofantes que no descansaron hasta obtener algo con lo que ponerla en entredicho. Respiró profundo y trató de controlar los nervios. La política no es para débiles, se decía a sí misma para darse valor para terminar el debate.
            Al día siguiente sería la portada y la página central del periódico amarillista de mayor circulación. Las empresas que habían decidido apoyarla, le retirarían su patrocinio discretamente. Sus seguidores trataron de mantener el discurso de la mente amplia y la inocencia de un par de fotos sin importancia. Pero todo fue por el gusto. El día de las elecciones, el Alcalde ganó por un margen nada despreciable. Y los sueños colectivos de una mejor ciudad, limpia, incluyente, sostenible, amigable, se fueron por el desagüe. Sofía Hernández era mucho más que un buen cuerpo, de cabello sedoso y facciones hermosas. Era una mujer llena de motivos y aspiraciones. Duarte no dudó en utilizar su belleza en su contra y esperó el momento ideal para sacarle los papeles. O las fotos, en este caso. El fin justificó los medios. Sofía nunca debió olvidar que una mujer necesita hacer el doble que un hombre, para que parezca que hizo la mitad. Aún en pleno siglo XXI.

Crónicas estrogenadas. Cuarta Crónica.


Viceversa
Genaro Sánchez, 19 años, 125 libras, barba de un mes, ojos pardos, largas pestañas, en jeans desteñidos, Converse negras y camiseta de la Selección Nacional de Fútbol, camina por la acera, frente a un edificio en construcción. Es camino obligado para llegar a la parada de Metrobus. No le queda de otra.
— Vaya papi, tú sí tas bueno.
—Psssssssssst… ¿tás bravo mi amor?
—Papacito hazme un hijo.
To´eso es tuyo y na´ pa mí.
—Contigo hasta el metal, chichí.
Pero él ya está acostumbrado. Es tan incómodo. Los piropos de las trabajadoras de la construcción se recrudecen y Genaro aprieta el paso mientras agarra su mochila con ambas manos en vez de llevarla al hombro. Es lo mismo todos los días. Juan Carlos lo espera en la esquina y lo hace sentir un poco más seguro. Juntos cruzan la calle por la línea de seguridad para ubicarse en la parada de bus, rumbo a la Universidad. Ambos estudian Diseño Gráfico en la Facultad de Arquitectura.  Algún día tendrán carro y no tendrán que aguantar los piropos indeseados en la calle.
            —Chuleta, Juanca, ayer me monté en un Uber porque iba tardísimo a la U, y la conductora no dejaba de mirarme la entrepierna por el retrovisor. Me ofreció agua, pero me dio miedo de que le hubiera puesto algo. Hay que ser muy desconfiado. Luego me estuvo chateando y me mandó una foto de sus pechos, Manito, lo que uno se tiene que aguantar…
Mientras esperan en la parada ambos reciben un par de silbidos más desde los taxis amarillos al otro lado de la calle. Mujeres de cuarenta y tantos les pitan para llamar la atención. Ellos fingen que no se dan cuenta. En el edificio que se alza frente a ellos, hay una publicidad de relojes con un modelo de torso desnudo con las manos tras la espalda, como encadenado por hermosos Tissot y una leyenda “Prisionero del tiempo”
            —Ignóralos, dice Juan Carlos, ya casi llega el Metrobus.
            La conductora se detiene y mientras los chicos pasan las tarjetas de cobro, la mujer los escanea de arriba abajo, diciendo “Adelante mis reyes”. Luego grita “Me le dan un asiento a este par de pastelitos, por favorrr” —.
            Ambos caminan hacia el interior del bus, e inmediatamente dos mujeres se ponen de pie para cederles los asientos. Los chicos se sientan en hileras continuas, pero la chica que le dio el puesto a Genaro se coloca frente a él haciendo que su minifalda casi le roce la cara. Instintivamente, Genaro coloca su mochila entre su cara y la pelvis de la muchacha. A Juan Carlos una abuelita le está babeando el hombro en el puesto del otro lado del pasillo y a él le da un poco de lástima quitarse. Es cosa de todos los días.  Hay que aprender a vivir con eso.
            Durante el trayecto Juan Carlos hojea un ejemplar de la Crítica que la señora que le dio el puesto ha dejado sobre el asiento. La portada es “Se prendió el rancho: mujer enciende la casa en donde su exnovio se ha mudado con los dos hijos de la pareja”. “Nos están matando y nadie hace nada”, piensa el joven, mientras asqueado ve un poster de Maluma semi desnudo y con un collar de perro en el ombligo del periódico.
            Cuando piden parada en la estación de la Iglesia del Carmen tratan de bajar rápidamente, pero Genaro no puede escapar de que la mujer que le cedió el puesto “accidentalmente” le roce la espalda con sus pechos. Genaro suspira y baja del bus. No tiene tiempo ni ganas de armar una escena. En la parada le da la mano a un papá que sube con su bebé recién nacido envuelto en una sabanita azul. Seguro es una niña.
            —Adiós bellezassssss, se despide la conductora del Metrobus, y continúa su monótono ir y venir por la ciudad.
            Juan Carlos y Genaro ni siquiera se quejan. Nada sirve de nada. Solo pueden apresurarse a llegar a la U. Allí los hombres están razonablemente a salvo. Pero eso es relativo.
            Al llegar al lobby de Arquitectura se encuentran a Rómulo y a Ricardo. Rómulo llora desconsolado y Ricardo trata de calmarlo.
            —“Ey bro, cálmate, ¿qué pasa?” le pregunta Genaro. “¿Te podemos ayudar?       —Cha, man, es la profesora Virginia López. Me ha dicho que si me interesa pasar Dibujo Comercial, tengo que salir con ella. Sabe que estoy quedao´.
            —Áyala bestia, fren. Qué problema. Pero chilea, ¿y si lo denuncias con la Decana? Ella es bien buena gente. Es mamá de cinco hijos varones. Ella te va a entender.
            —Bro, para cuando eso se resuelva ya todos se van a haber graduado. Y yo por ahí llorando como un pendejo. Qué va manito, yo mejor la repito el año que viene. Porque esa doña ni es. ¡Vieja verde!, conmigo se va a joder—, contestó Rómulo entre llanto. El suyo no era una ñañequería, era un llanto de impotencia y de asco. De resignación. Del que sabe que es víctima de una injusticia y que se la va a tener que aguantar.
            —(Sollozo de Rómulo) Chucha, yo sabía esa vainaawebao, desde que entré al fokin salón. La doña me desvistió con la mirada. Una descarada. Qué vaina más incómoda. Parecía que nunca había visto a un hombre en su vida. —Rómulo se restriega la nariz con el antebrazo y se lleva la mano a la frente. —¡Qué situación más cabreante!
            —Bueno Rómulo, si ya decidiste que no vas a hacer nada, tú tranquilo que esa materia no te va a parar ninguna otra. La vuelves a matricular, y punto—, le dice Genaro alzando los hombros, como quién dice ¡ni modo! —Tú, pa´lantefren. A todos nos pasan esas cosas y aquí estamos. 
            Ricardo y Juan Carlos se van juntos a la cafetería, en donde los señores mayores con redecillas en la cabeza y uniformes rosa pálido les sirven sendos platos de salchichas guisadas con hojaldras y café. El clásico desayuno universitario. El cajero les dice “Buenos días” con mucho respeto, recibe sus pagos en efectivo y les da su vuelto. “Suerte muchachos” les dice al despedirse, con sonrisa bonachona.
            En “La perspectiva”, la Cafetería de la Facultad de Arquitectura, hay varias pantallas de televisión encendidas con diferentes canales que pasan las noticias matutinas, de seis a nueve de la mañana. Las anfitrionas de los programas visten sacos y pantalones holgados y disparan preguntas con sal y pimienta a los invitados. Los periodistas que leen las noticias llevan camisas de colores pasteles.  En tiempo de Mundial, también están pasando uno que otro partido desde Rusia tempranito. Las comentaristas de deportes se extienden en sus apreciaciones sobre los partidos de la fecha anterior, en la cual Panamá empató milagrosamente con Inglaterra, y el golazo inesperado de Amanda “La Negrita” Jones, venciendo todos los pronósticos de humillación indudable frente a la oncena de experimentadas futbolistas de cabellos rubios y shoot impresionante.
En la pantalla que da a la salida, la periodista Alana Alvarado del canal 12, tiene una exclusiva con la presidenta de la República, —que da muy pocas entrevistas en vivo—quien está proponiendo dos perfiles de abogados sobresalientes como aspirantes a la alta Magistratura de la Corte Suprema de Justicia. Maestrías en Harvard, amplia trayectoria en fiscalías y tribunales. Federico Silvera y Juan Fernando Palacios Arias. Trayectorias impecables, currículums sólidos e intachables. Dos hombres que tendrían que ser ratificados por una Asamblea avasalladoramente controlada por diputadas. La verdad sería refrescante que dos abogados puedan llegar a esos puestos, pero va a tener que haber una negociación, la gobernabilidad está en juego, pues el Ejecutivo ya intentó llenar esas posiciones anteriormente con otros dos hombres y no hubo humo blanco. Las otras siete magistradas son mujeres, por lo que la propuesta presidencial es muy interesante desde el punto de vista de la paridad.
            En el canal 34, el Ministro de Desarrollo y Bienestar Social, Saúl Gómez Landa—único hombre del Gabinete de la Presidenta Natalia Porras De Obaldía, habla de la necesidad de ser más enérgicos a la hora de hacer que las madres asuman el pago de las pensiones alimenticias de sus hijos a tiempo y aboga por penas de cárcel y severos embargos hasta a los abuelos maternos de ser necesario, para las mujeres que abandonen sus deberes maternales y no brinden apoyo a los padres, que crían y cuidan de sus hijos, quedándose en casa cuando es necesario. Al mismo tiempo, está proponiendo una ley que extienda la licencia de paternidad por tres meses más al menos, pues es un hecho que el recién nacido necesita del contacto con su padre durante los cruciales primeros meses de vida, en una sociedad en la que la mujer devenga salarios más altos, y es costumbre que vuelva a trabajar tan pronto se recupere del alumbramiento.
            Juan Carlos y Genaro, llevan sus bandejas a la pila de enseres sucios, toman sus mochilas y van a clases.
            La primera hora es de “Diseño de Imagen y Marcas”, con la profesora Gretta Aramburú. Una eminencia en la materia. Con una hermosa cabellera plateada, sus lentes de pasta y un traje impecable, dirige la clase como si fuera una jefa militar. Los estudiantes la respetan. Tiene unos 60 años y se ha ganado todos los premios que un Publicista puede ganar en Centroamérica y el Caribe. Junto a Sonia Santamaría es la socia fundadora de S & A Connection, la publicitaria más grande e influyente del país. Es una costumbre que sus mejores estudiantes de cada semestre reciban la oportunidad de hacer pasantías en su firma publicitaria hasta el final de sus carreras. A Genaro y a Juan Carlos se les sale la baba por poder aspirar a uno de esos puestos, pero es sumamente difícil para los chicos. En clase, solo las mujeres llevan chance de participar y sobresalir. Les dan los mejores proyectos, solo las chicas contestan cuando todos alzan la mano. Pareciera que el hecho de ser hombre es una descalificación total para los codiciados puestos. Alicia Chambers y Serena Ubianey parecen ser las favoritas de este año. Pero los pelaos no se dan por vencidos y dan lo mejor de sí en cada clase, porque soñar es gratis. Y eso no se los pueden quitar.
            Antes de salir de la Universidad le pregunta a Juan Carlos si le gustaría ir a almorzar a su casa, pero Juan Carlos se excusa diciendo que tiene una cita más tarde. Genaro le sonríe. Hace meses que su amigo anda en alguna vuelta misteriosa, y no quiere soltar prenda sobre su amor clandestino.
            Genaro vuelve a su casa inspiradísimo. Poder dar clases con Gretta Aramburú, es de por sí una bendición. En su casa, su padre lo espera con comida caliente. Su favorita. Lasaña de vegetales en salsa bechamel, un beso en la mejilla y un fuerte abrazo. Genaro padre es sastre y trabaja desde casa, mientras que su madre es jueza primera del Circuito. La casa está impecable, don Genaro se esmera en los detalles. Se ejercita diariamente y cuida de su alimentación de manera rigurosa. Genaro advierte que su padre está usando sus lentes de contacto se ha pintado las canas, que en la mañana cuando se despidieron presentaban algo de crecimiento. A don Genaro le gusta vestir bien a la hora de cenar y que todo sea perfecto cuando doña Elsa llega cansada y sin ánimo de nada. Que haya cervezas frías. Que se sienta calor de hogar.
            Genaro y su padre conversan de todo y de nada. Genaro le cuenta a su padre que hoy no ha visto a Alicia Chambers. No se la ha encontrado en ninguna de las clases que tienen juntos, por lo que el día no fue tan bueno, pero que igual la clase de la profesora Aramburú hizo que todo valiera la pena totalmente. ¡Qué mujer tan inteligente! Su padre lo mira con cariño tocándose el cabello, le pregunta si le gusta cómo le quedó el tinte. Genaro levanta el dedo pulgar, en señal de aprobación, le dice que le encantan las flores del comedor que la comida estaba deliciosa y se va a su cuarto para estudiar. Con Aramburú nunca se sabe. Quizás algún día lo tome en cuenta y haga que su historia dé un giro.
            Desde el cuarto, Genaro escucha el teléfono. Parece que es Doña Elsa, para avisar a su esposo que se va a tomar unas cervezas con compañeras del trabajo. Que no la esperen despiertos. Genaro escucha a su padre despedirse con voz de desilusión. Le dice a doña Elsa que lo despierte cuando llega para calentarle la lasaña. Pero para ese entonces doña Elsa parece haber colgado el teléfono. Lo mismo de siempre.
            Genaro sale del cuarto y le pregunta a su papá si se le antoja ver alguna película en Netflix. Don Genaro sonríe agradecido por la compañía y la propuesta y corre a la cocina a enfriar un par de cervezas y a hacer palomitas de maíz en el horno microondas. Mientras camina hacia la salita de la televisión, piensa que Genarito es un buen pelao. Tan diferente de su Ana Patricia. Su hija mayor, entra y sale de la casa como si fuera un hotel. Pura fiesta. Tuvo un bebé a los 19 años con su novio José Pablo, quien obviamente tiene la custodia de su niño y cuya pensión alimenticia tiene que pagar don Genaro, porque doña Elsa no lo quiere ni ver. Ana Patricia, de 30 años no trabaja, no se entiende de su hijo, no aporta nada a la casa de sus padres, y se la pasa de fiesta. José Pablo está comprometido con una doctora que adora al niño y está a punto de terminar su carrera de Derecho. Don Genaro sabe que una vez se case José Pablo, ya no va a ver muy seguido a su nietecito.
            Cuando llevan como una hora de estar viendo la película, suena el celular de Don Genaro.
            —Contesta tú—, le dice a Genarito.
            —Sí, papá— dice Genaro, y corre a buscarlo.
            En la pantalla sale el aviso de “Número desconocido”.
            —¿Hablo con el señor Sánchez? — dice una mujer al otro lado de la línea.
            —Sí, diga—, dijo Genaro con voz tranquila, para no molestar a su papá en caso de que fuera alguien de telemarketing.
            —Habla la detective Solís, de la Policía Técnica Judicial. Lamento llamarlo para informarle que la señora Elsa Sánchez ha sufrido un accidente y está grave en la urgencia de la Especializada. Deben venir cuanto antes.
            Genaro cerró el teléfono y le dijo a su padre que tenían que salir inmediatamente. Cuando llegaron a la Especializada, ya todo había acabado. Solo quedaba reconocer el cuerpo de doña Elsa y el del joven de la edad de Genaro que iba con él en el carro, saliendo de un hospedaje de pago por hora. Al salir a la Transístmica, un camión cisterna de leche había arrastrado la Fortuner azul marino de doña Elsa varios metros antes de detenerse. El muchacho había muerto en el lugar del choque.
            Cuando Genaro reconoció a su amigo Juan Carlos en la camilla adyacente a la de su madre en la morgue, con el cuerpo destrozado y la cara intacta, entendió la actitud sospechosa de su mejor amigo. Se tapó la cara con las manos y se permitió llorar a gritos. Su pana del alma y su madre. Y ahora ya no estarían más. No le quedaba ni siquiera con quién enfadarse… No había a quién reclamarle…
            Don Genaro ni siquiera se dio por enterado. Hay cosas que los esposos saben y callan. Y no permitiría que nada empañara la memoria de su mujer, tan trabajadora y profesional, tan guapa y tan buena madre. Genaro y su padre trataron de evitar hablar del tema y pidieron discreción a la policía y a los padres de Juan Carlos. Guardaron todo en sus corazones y siguieron viviendo. Don Genaro, en la calma sin tranquilidad de la viudez y su hijo, sigue tratando de abrirse paso en una sociedad en la que a los hombres aún les quedaban muchas conquistas por la tan ansiada igualdad. Así lo habría querido su madre.

Sisterhood

Por: @KlenyaMorales Esta idea viene dándome vueltas en la cabeza hace ya un par de semanas, y hoy se deja atrapar, como una mariposa por una...