Por: Klenya Morales
Aunque quisiera más garantías de salud y vida, no cambiaría ni por un segundo aquel aterrizaje del 18 de abril de 1975. No echaría el tiempo atrás, porque cualquier mínimo ajuste alteraría a la persona que soy. Y hoy, por fin, después de muchas luchas, me encanta en quién me he convertido.
Anda, vamos. Claro que me arrepiento de un par de cosas. ¿Quién no?
La adolescencia tuvo sus altas y bajas. Durante mis veintes, me acompañaban millones de inseguridades y cosas no resueltas. El síndrome del impostor me habitaba con una intensidad casi absurda. Pero el lugar y la forma en que me criaron, todo lo que aprendí, las oportunidades que tomé... fueron esculpiendo mi mente y, junto con ellas, a toda una generación que creció con la mejor música (no admito ninguna duda a este respecto), sin fotos de nuestras fiestas, andando en bicicleta sin casco, aterrizando en la calle sin rodilleras.
Desde este quinto piso, tomo distancia para ver las cosas con una mejor perspectiva. Los recuerdos comienzan a colarse por las rendijas de la memoria: imágenes antes bloqueadas por el tiempo o el desuso vuelven desde el fondo del baúl. Aquello que algún día fue vital, hoy ya no lo es tanto.
Han cambiado los sueños, han rotado las prioridades. Me han traído hasta aquí, con esta vida, que como dice mi papá “no es una novela”. Y cada vez me importa menos lo que otros digan de mí.
Aún quedan pendientes. No he publicado mi primera novela (aunque ya casi está lista). El cuarto libro de cuentos sigue en el tintero. Me esperan viajes, milagros, lecciones. Muchas más columnas, cada día más irreverentes y despreocupadas. Tal vez, si el destino quiere, uno de mis hijos sea fichado por un Club de Fútbol de la Liga. Quizás la ciencia le regale a mi Cutín nuevas posibilidades de comunicación. Uno nunca sabe.
Y claro que lucho contra la edad. Intento envejecer dignamente, mientras gasto una pequeña fortuna en cremas y sueros antiarrugas. Ya no tengo esa mirada de inocencia y desorientación que tenía el siglo pasado. Aún veo con mucho miedo al botox, pero uno no debe decir “de esta agua no beberé”. He visto una que otra cosa durante este camino. Ya sé qué quiero hacer con mi vida. Y eso, hay que decirlo, no es poca cosa.
No le digo que no a un buen vino, ni a una buena conversa. Sigo odiando bailar, pero amando la buena música. Trato de crear momentos con mis hijos, que cantan a Perales, A-ha, Three Doors Down, Joaquín Sabina y a la antigua Shakira. Les dejo mis recetas como herencia, para que mi comida nunca les falte. Mis libros están subrayados y llenos de comentarios. Serán una conversación abierta con ellos, por siempre.
Esta década me ha traído nuevas oportunidades laborales, retos estimulantes y sueños renovados. Hago mi balance: ya ni Arjona ni Sanz me dedican canciones, es verdad. Soy toda una doñita, en plena batalla por hacerme amiga de ChatGPT. Pero, allá adentro, muy dentro, también sigo siendo esa niña que se columpiaba en el patio de mi casa en David, viendo cómo las flores de Llama del bosque teñían de naranja el suelo. La que soñaba con escribir historias y diseñar revistas. Como esta que tienes en tus manos, que ya cumple 20 años en un par de meses.
Estoy agradecida, pero quiero más: de lo mismo y cosas nuevas. Todo menos conformarse. La vida es un suspiro y cada momento más, es un momento menos.