Pasaron 33 años para que me atreva a confesar, lo que cualquiera puede ver a simple vista: no tengo el cabello lacio. Basta con ver a mis padres y abuelos. Era genéticamente imposible. Pero me consuela (mal de muchos) saber que no soy la única: mi generación está plagada de mujeres que optaron por los cánones del cabello lacio y que hasta la fecha hacemos y gastamos lo indecible por obtener la tan deseada desaparición de las ondas, ya sean pronunciadas o leves, en nuestros cabellos.
Recuerdo la primera vez que recurrí al entonces milagroso alisset. (o como quiera que se escriba). Aquella dolorosa lucha la emprendí a mis tiernos 12 años, con sus consecuentes sufrimientos: dormir con rollos, cuidar las raíces, afrontar los daños del químico en mi infantil cabecita…todo a cambio de un lacio bastante razonable. Con tantos cuidados, es obvio que ciertas actividades fueron perdiendo protagonismo en mi vida, pues con ellas arriesgaba lo que tanto me costaba conseguir. Esto incluía la práctica de deportes, los baños en ríos, piscinas y las idas a la playa. Cualquier insinuación de lluvia era una catástrofe para mí. Me perdí de tantas cosas, pero como dicen por ahí, “antes muerta que desprestigiada”. Con el tiempo por alguna razón alguien decidió que el alisset se llamaría texturizado. Las chicas nos ofendíamos sobremanera si alguien insinuaba que nos alisábamos el cabello. Aquello era un delicado proceso de cambio de textura. A las cosas por su nombre.
Mi mamá me cuenta que en su tiempo era un poco peor: las muchachas, que de hecho ya habían vivido mucho tiempo sin el fantástico invento del enjuague o rinse, se planchaban el pelo, en el sentido literal de la palabra, pues se usaba una plancha algo caliente y se extendían aquellas melenas sobre la tabla de planchar para acabar con la churrusquería. Inverosímil.
Dormí seteada (con rollos) y utilizando cuanta pomada prometiera la tan deseada suavidad, como hasta eso de los 18 años, cuando me fui a estudiar a ciudad de Panamá. Allí descubrí las maravillas del blower. Era algo que podía hacer sola, con cierto grado de éxito. Mis humildes ingresos estudiantiles no me permitían más. Casi no puedo recordar alguna ocasión en la que me dejara secar el cabello en su estado natural. Eso sí, cada vez que las raíces crecían, había que ir a aplicar el “texturizado” de rigor, pues obviamente el cabello sigue creciendo tal y como Dios lo pensó cuando distribuyó nuestras características.
Así pasó el tiempo hasta que pude encarar el precio de al menos un blower profesional semanal, el cual era de al menos diez dólares. Luego se me antojó que me había cansado de hacerme texturizado (o relajante, como también le decíamos) y decidí tomar el riesgo de que el cabello creciera sin tratamiento químico, pero siempre bajo el calor de la pistola de aire.
No fue sino hasta hace unos cuatro años que conseguí que el último vestigio de alisset-texturizado-relajante abandonara totalmente mi sistema capilar. Bueno tanto como totalmente no, siempre me ponía un poquito en el marco de la cara, para borrar cualquier vestigio de onda. Fue entonces cuando, un poco tarde si se quiere, descubrí lo que me hubiera encantado saber desde el día que decidí alisarme el cabello a los 12 años: un secado hecho por estilistas dominicanas. Esta es la etapa que vivo actualmente. Y no puedo negar que soy muy feliz. La realidad es que nadie seca el cabello como las dominicanas. No me pregunten si es una cosa como el fútbol en los brasileños, porque no sabría explicarles. Lo cierto es que parece que todas fueran a la Universidad de Secado de Cabello, y tomado una maestría en Extra Lacio. Ahora que conozco esta experiencia ya no me sacrifico tanto. Todo hubiera sido más sencillo y más barato si me hubiera inclinado por mis rizos naturales (suspiro). Pero qué va, no tengo el valor (y francamente, tampoco las ganas). Y bueno, los dejo porque en este momento Cecilia me está esperando para “mi viaje a San Blas”, como cariñosamente se le dice en el argot de las negadoras del trópico, de dónde estoy segura volveré lacia y feliz.
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