Les comparto esta historia, muy resumida, porque si bien conozco la desilusión de mi pueblo ante las promesas incumplidas de todos los que se sirven del poder y de los sueños de la gente, también deploro la incapacidad de la Humanidad de reconocer que aún hay gente que hace su trabajo con amor. Gente que aún cree en la vocación y que pone su talento al servicio de los demás.
Cuando hace algunos años escribí “Carta de una madre agradecida” no sabía que sólo había visto la punta del iceberg. Con el tiempo me di cuenta de que mi hijo había nacido para propósitos mucho más elevados de los que yo había soñado. Nació para salvar mi vida, tocar el corazón de todos los que nos quieren y manifestar la gloria de Dios, que en su plan perfecto permite cosas que parecen terribles para que la gente aprenda a amar de verdad y no como en las películas románticas.
Bajo el criterio cauteloso y audaz al mismo tiempo del Dr. Miguel De La Rosa, esperamos pacientemente por 5 años y medio, hasta que llegó el momento preciso de realizar la cirugía de corazón abierto que corregiría los defectos cardíacos con los que mi niño nació. “Olvídate de Boston. Olvídate de Bogotá”, me dijo con humildad, pero con seguridad demoledora. “Ese corazón lo operamos aquí”. Será odioso comenzar una lista del equipo que se organizó para la operación porque alguien se quedará por fuera. El Dr. Manuel Ochoa, cirujano cardiovascular al mando de la operación junto a la Dra. Thais Coronado, anestesióloga, se llevaron a mi "Cutín" en brazos hacia el quirófano, dejándome con mi rosario en mano y una sobrenatural certeza de que todo iba a salir bien. El Dr. Ricardo Aguirre también se unió al equipo de cirugía y obvio, mi querido Dr. De La Rosa practicó los últimos estudios previos al bisturí. Sé que adentro habían enfermeras, instrumentistas, ayudantes que conocen a mi pequeño desde el día que entró al hospital en ambulancia por primera vez, residentes de anestesia, auxiliares. A todos ellos mis bendiciones.
Les estoy hablando de cirugía de corazón abierto. Ni más ni menos. De esas en las que detienen el corazón del paciente, hacen circular la sangre de todo el cuerpo por una bomba, mientras reparan un corazón partido, luego lo vuelven a conectar, lo reaniman y cierran. Suena sencillo ¿no?
Contrario a lo que podrían pensar, el tiempo se pasó volando. Entre los amigos y familiares que sostuvieron mis manos y las de mi esposo durante aquellas horas, los padrenuestros y avemarías y posts de Facebook, Twitter y Whassap, nos anunciaron que los objetivos quirúrgicos se habían completado y que pronto enviarían a mi Juan David a cuidados intensivos. Esto fue un lunes. El viernes a mediodía, mi hijo estaba en casa. Sonriendo.
No compren mi historia porque es mía. Cómprenla porque esto pasa al menos dos veces, cada lunes, durante todo el año en un hospital estatal, pequeño y con muchas limitaciones, pero lleno de amor y compasión. Una cirugía como esta debe costar unos 120 mil balboas en el exterior. Y estoy siendo muy conservadora, pues no cuento los pasajes, la estadía ni la carga emocional de no estar cerca de casa. El cuidado postoperatorio fue perfecto. Las cicatrices son discretas y Juan David nunca ha sonreído tanto como después de su intervención. La posibilidad que estos profesionales nos ofrecen, en nuestro patio, por nuestros médicos y profesionales de la salud, debería ser motivo de orgullo y esperanza, para familias como la mía, que no estábamos preparadas para depender de nuestro seguro social y para todos los panameños que gozan de salud.
En Panamá, también pasan cosas buenas. Todos somos Panamá.
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