domingo, 22 de julio de 2018

Crónicas estrogenadas. Segunda Crónica. Invisible.


Invisible
            Los fuegos artificiales surcan el cielo de enero, como arañazos multicolores contra el negro sideral del verano de Santiago. La brisa mueve los árboles del bosque y crea pequeños remolinos de hojas amarillas por las veredas de adoquines rojizos. Los muchachos entogados se abrazan. Los familiares aprietan bocinas escandalosas hasta que se les tapan los oídos. Ya son profesionales. Ya están listos para aspirar a mejores salarios, a sueños más grandes, a historias diferentes. Después de tantos sufrimientos, noches sin dormir, filtros, trabajos en grupo, profesores de esos que son unos desgraciados por el bien de los estudiantes. Después de tantas luchas, por fin saldrían al mercado laboral a recoger los frutos de su educación.
            Lida toma una, dos, tres, cuatro, cinco fotografías de los fuegos artificiales y de los cuadritos de confeti de papel metálico una pulgada por una pulgada que vuelan entre los graduandos. La banda toca una melodía que parece conocida. Quizás rock. Sí es rock, de Bon Jovi.  La tuba gime y la batería le da piquetes al aire. Los chicos de la banda sudan bajo los reflectores. Los birretes vuelan. Ella también tuvo una noche como aquella. Hace muchos años ya. Iba a ser la dueña del mundo, así tenía que ser. Ella iba a hacer cosas diferentes con su vida.
            Lida se graduó de abogada, ejerció en las mejores firmas del país, hizo banca de fideicomisos, sociedades anónimas, bienes raíces, estudió un postgrado en gerencia durante las noches y luego se inscribió en una maestría de arte y escritura creativa en el extranjero. Cuánto amaba estudiar. La abogacía le ofrecía oportunidades financieras, mientras que los estudios de postgrado le ayudarían a ejercer en el mundo del arte. Le habría encantado dedicarse a escribir y enseñar. Escribir ficción y enseñar literatura, arte o filosofía. Ser como J.K. Rowling y escribir novelas espectaculares, con miles de seguidores en todo el planeta rendidos a sus pies.
            Al volver de la maestría, sacó su licencia de traductora pública autorizada y se preparó para hacer las mil y una cosas que había planeado.
            Sin embargo, allí está, con su teléfono inteligente, mandando posts de Instagram, Twitter y Facebook a la cuenta oficial de la institución para la que trabaja. Hace un par de comentarios ingeniosos, busca un par de likes. Se asegura de usar un hashtag pegajoso y que las fotografías expresen la misión del Instituto Nacional de Estudios de Nanotecnología. Lida baja su teléfono para revisar y editar las fotografías y mientras lo hace, comienza a recordar las cosas que nunca pasaron. Jamás ganó más de 1,500 dólares después de graduarse. Eso no da margen para cumplir muchos sueños que digamos.
            Han pasado 15 años. 15 años desde que nació su niño. 15 años desde que, en lugar de empezar a escalar sin descanso por la loma laboral, tuvo que quedarse atrás, a propósito. Tuvo que hacerse invisible.  Solo así pudo darle a su Andrés los cuidados que el pequeño necesitaba y mantenerse cotizando el Seguro. Andrés había nacido con un corazón lleno de asuntos pendientes. Intercomunicación entre ventrículos, soplo de ductus arterioso, Comunicación entre aurículas. Asuntos que sólo se resolverían con un bisturí, abriendo su pecho y haciendo bombear su sangre a través de máquinas muy sofisticadas, mientras el cirujano cardiovascular le remendaba el corazón a su niño. Desde el día 1, supo que su Andrés iba a necesitar varias operaciones. El Dr. De La Torre se lo dijo la misma tarde del nacimiento de Andrés. Los medicamentos eran lo de menos: Andresito necesitaba estar asegurado, porque ningún seguro privado iba a cubrirlo. A esos niños nadie en su sano juicio los asegura. Las operaciones que necesitó el niño fueron sumamente costosas, y a pesar de todo lo que la gente habla del Seguro Social, solo ellos le brindaron a su hijo lo que necesitó durante sus primeros años. Tenía que estar asegurada, al precio que fuera, pero no podía trabajar en el sistema de ponchar tarjeta de todos los funcionarios. Andresito iba a necesitar mucho de su mamá. Lida lo supo al estrecharlo entre sus brazos, mientras despertaba de la anestesia de la primera operación. El niño tenía tres meses. Iba a ser un camino agotador. Lida estaba tan asustada de perder a su pequeño que prometió a la Virgen dedicar su vida a su bebé.
            El Instituto le dio una oportunidad. Un sueldo pequeño en su departamento de comunicaciones, unas funciones por definir, pero que tenían que ver con el mundo del Internet, que en pleno 2007 estaba cambiando hacia una nueva manera de hacer relaciones públicas.  Desde luego que sus conocimientos de inglés eran un valor agregado. Ya le encontrarían algo. Lida lloró agradecida. Estuvo a punto de besar las manos del Director del Instituto.
Y comenzó a prepararse para su nuevo puesto. Llena de motivos y de proyectos. No había mucha información en ese entonces. Tenía que alimentar las redes sociales, un trabajo que en ese momento era casi desconocido. Podía hacerlo desde su casa, pero tenía que estar disponible todo el tiempo. A Lida se le encendieron los ojos, y no pudo decir que no. Después de que Andrés naciera, no se había atrevido a pensar en una oportunidad como aquella.
            A los cuatro años, Andrés le preguntó a Lida:
             –Mami, ¿por qué Dios me dio un corazón dañado?
Lida se enfureció y abrazó a Andrés contra su pecho. ¿Cómo iba a contestarle esa pregunta que tantas veces se había hecho ella misma? ¿Cómo entender el plan absurdo de Dios? Ella habría dado lo que fuera por darle su propio corazón y evitarle tanto sufrimiento a su pequeñito.
            Hoy, Andresito está fuera de peligro y ha avanzado muchísimo. Lida solo puede estar agradecida, le dieron la oportunidad que necesitaba en el momento en que la necesitaba.
            Pero su orgullo, aquel ego de intelectual que siempre la hizo sobresalir, le hacía sentir el amargo sabor de la frustración profesional. Tanto así que le dolía el corazón, físicamente se sentía enferma, de pensar que su vida profesional se había vuelto una broma de mal gusto. Trataba de no sentir envidia y ser humilde. Pero era por el gusto. Aunque sabía que había hecho lo correcto, no podía evitar recordar la brillante sustentación de su tesis de grado y de su disertación de la Maestría que con tantos esfuerzos se pudo pagar. Los años de estudio e investigación.
            Y despertaba a su realidad. En su trabajo, la clave era pasar desapercibida. Tenía que vestirse modestamente a propósito, para no llamar la atención ni despertar celos de sus compañeros. Usaba un moño en lo alto de la cabeza, nunca se maquillaba ni usaba zapatos altos. No se pintaba las uñas ni causaba problemas. Acataba las órdenes superiores con humildad y sencillez. De espaldas por las esquinas. La cabeza baja. Ni siquiera se atrevía a proponer ideas brillantes, por miedo a que la persona equivocada se sintiera aludida y se fijara en sus privilegios y decidiera que era demasiado para ella. A veces fantaseaba con que alguien influyente tomaría su currículum de entre una pila de papeles y en verdad lo leería con atención. Que se dieran cuenta de que era una escritora talentosa, capaz de pintar emociones y conectar con las audiencias. Que dijeran “mira el potencial de esta muchacha, deberíamos aprovechar un perfil como el suyo”. Era tan creativa. Escribir para ella era como cortar mantequilla con un cuchillo caliente. Era muy talentosa. Pero ya no tenía 30 años, ni toda una vida por delante.
            Ya era muy tarde para todo eso. A todos nos toca una cantidad limitada de milagros, y Andrés había necesitado todos los milagros disponibles para Lida a sus 45 años. Su tiempo de escalar y brillar, ya había terminado. No podía quejarse. Andresito salía adelante. Era un excelente alumno y un niño bueno. Y uno aspira a que los hijos sean buenos y decentes. En su última visita al médico, el Dr. De La Torre les había anunciado que habría que revisar ese corazón anualmente pero que estaba casi seguro de que nunca más tendrían que operarlo. “¡Es hora de vivir! ¡Sin miedo!” Lida y Andrés se abrazaron. Lida tenía los ojos llenos de lágrimas y el alma aliviada. Al fin su niño viviría una vida sin el terror de la furosemida, el balance hídrico, ni la presión pulmonar. Andrés estaba fuera de ese peligro desesperante que había hecho una sombra sobre sus vidas desde el día que nació, con grandes dificultades para respirar y una legión de doctores haciendo sus diagnósticos.
            Lida observa el reloj. La batería de su celular está al 1%. Justo a tiempo. La carga duró toda la graduación. Es hora de irse a casa porque la señora que la ayuda con Andrés también tiene que irse a dormir.  A Lida le toca vivir la vida que le salió en la ruleta: en paz y sin atormentarse por todo lo que hubiera podido ser.





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