A Cortázar, a quien no entiendo. Y a todo el que ha tenido la mala
experiencia de invitarme a comer
Debes saber que estoy entrenada
para hacer lo que me da la gana. Soy de las que dejaba la comida en la mesa y
se iba a preparar un emparedado de jamón y queso. Y nadie me castigó por eso.
Así que en primera instancia la culpa es de mis padres.
Luego está el nombre de las
comidas. Si me suena extraño, disonante o desagradable, lo más probable es que
ni siquiera le daré al plato el beneficio de la duda. No como lengua, ni
patitas, ni molleja, ni pescuezo, ni sesos, ni corazón. Nada raro allí, pues
hay mucha gente que no opta por lo no convencional. Hígado, bofe frito o
mondongo con chorizo y garbanzos, bien hecho, siempre serán bienvenidos.
Ni se te ocurra presentarme un
pescado entero al que se le vean los ojos. Mejor córtale la cabeza.
Si el platillo es criollo y tiene
sobredosis de salsa de tomate, no dudaré en alejarlo de mí. Así de simple.
Vengo de una provincia. Darme frituras de maíz de paquete es
básicamente un insulto. Abstente de hacerlo.
Si me has hablado muchísimo de un determinado platillo
preparado por tu tía Gertrudis, asegúrate de que esté tan estupendo como lo
prometiste. De lo contrario te expones a mi burla sincera cada vez que tenga
oportunidad.
En materia de comida nunca regalo un cumplido por quedar
bien. No quiero que la gente desestime mi opinión cuando la comida de verdad
valga la pena. No es nada personal.
Hubo una vez una vez una boda aburridísima. Pero con el
mejor buffet que mi mente registra.
Y esta es la punta del iceberg.
No como pollo como regla general. Pero
hay excepciones. Pollo que prepare yo, pollo rostizado, buffalo wings y pollo
del Kentucky. Es ese sabor a pluma mal sacado el que puede revolverme el
estómago y arruinarte la velada. Lo accesorio, sigue la suerte de lo principal.
Abunda decir que la lassagne de pollo, club sándwich con pollo, los tacos de
pollo, el ladopsomo con pollo, el arroz con pollo, pizza de pollo—un minuto de
silencio— y otras aberraciones por el estilo, simplemente son inadmisibles para
mí. Si no te interesa que pique de tu plato, pedir algo con pollo es un recurso
infalible. Creo que mi asco por el pollo, solamente es superado por el asco que
siento al ver a alguien separando hasta el último átomo de carne de los huesos
del animal.
El arroz lo como por
excepción. De hecho en mi casa se
considera un raro manjar. No me gusta cualquier jamón. Así que preguntaré con
qué marca han preparado el emparedado. No estoy jugando.
A la lechuga iceberg nacional,
blancuzca y sin actitud, vade retro.
No brócoli. No coliflor. No chayote. Y no me importa lo que le eches encima.
El olor de la papaya me da asco.
El marañón me seca la boca. El mamón no lo como porque me da miedo. El nance
sólo en pesada. Es un error invertir en chirimoyas, corozos, melocotones,
duraznos o tamarindo cuando se trata de mí.
Arroz, carne y frijoles, no es
una opción. Carne, vaya, debe estar suave. La pasta pasada es un suicidio. Si
no es Al Dente, no voy en esa.
El ketchup extranjero está fuera de mi lista.
Comer en sitios muy poblados de
gente, me desespera. Léase cafeterías, foodcourts, lugares en los que caben 200
personas al mismo tiempo es una situación que me irrita y mortifica. Comer con
música típica de fondo, o cualquier otra música que no sea de mi agrado, dañará
el momento, a menos que la ocasión así lo exija (Ver matanzas, rodeos y cosas
de esas).
Como todo el mundo, debo estar de
humor a la hora de comer determinada cosa.
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