Los hechos del 7 de enero de 2015 marcaron un antes y un después en la historia del periodismo. El mundo entero se paralizó ante la ejecución a sangre fría, de periodistas y empleados del semanario parisino Charlie Hebdo por parte de grupos extremistas islámicos, de la misma calaña que cualquier otro terrorista del planeta. Gente para la que la vida humana no vale un pepino. Gente para quien el que no piensa como ellos no es digna de respirar. Hombres y mujeres que se amparan en su fe para encañonar a los “infieles” con una kalashnikov y abrir fuego contra sus semejantes.
En un planeta en el que debería haber espacio para todos vemos y seguiremos viendo cómo la cultura de la muerte sigue entregándonos frutos. Establezco el respeto a la vida, a cualquier vida humana, como un valor absoluto, al cual me rindo tanto religiosa como éticamente.
El grito común de la civilización ha sido identificarse con el hecho de que las ideas perviven a quienes se atreven a manifestarlas. No se admiten peros, ni medias tintas, ni tibiezas. La libertad no debe ni puede tener obstáculos ni frenos. Y a costa de parecer reaccionaria y recibir críticas, voy a hacer una pequeña reflexión sobre el derecho a burlarse de lo que es sagrado para otro, desde la humildad de mi columna. Recuerden que es mi derecho.
En primera instancia, tú no decides lo que es sagrado para mí. No importa cuánta risa te de. Cuando te digo que algo es sagrado en serio, no te estoy intentando decir nada más. No te estoy preguntando si estás de acuerdo. Si no lo sabías, ahora lo sabes. Cuando te digo que mi Madre es María y mi Padre el Dios de los cielos, no te estoy queriendo decir nada más. Te digo lo que te digo. Cuando tú dibujas una blasfemia contra lo que te dije que es sagrado, me estás escupiendo a la cara. Y eso es humillante y doloroso.
Cuando tratas a un bebé no nacido de “protohumano”. Cuando tú me dices que tu perro tiene sentimientos y alma. Cuando me dices que te da asco que yo coma carne porque la vaca fue sometida a ultrajes. Cuando esgrimes que un hogar puede tener dos madres o dos padres, o que eres de un género indefinido y que la naturaleza se equivocó contigo, a mí me toca respetarte, pero no me lo tengo que creer ni aprobarlo, así como a ti no te cuadra mi “mitología”. Punto. No mandas en mi mente.
Charlie Hebdo pasó de ser un pasquín revoltoso, a un bastión de la libertad de prensa. En lo personal me sentí muy ofendida al investigar de qué iban. Y debo estar preparada para que mis hijos o cualquier niño educado en la fe católica, entienda por qué otro puede ser tan irreverente con lo que para mí es sagrado. Las ideas expresadas en las caricaturas escalaban las cimas del irrespeto y no promueven ni la igualdad ni la fraternidad. Por el contrario encendían y provocaban. Hacen que uno se sienta impotente de tener que aguantarse callado.
Dejan el sabor de que los que profesamos alguna religión tenemos impedimentos mentales. Irrespetan los principios sobre los cuales se ha cimentado la civilización como la conocemos. Estereotipan al católico. Y nos piden a los practicantes mirar hacia otro lado, porque no podemos sustentar su iluminismo con nuestra fe.
El católico debe estar listo para fortalecer su alma y guardarla de todo lo que busque corromperla porque creemos en una vida eterna y queremos salvarnos. El periodismo no debe ser un instrumento de odio. Debe ser un arma para llegar a la verdad.
Muchos no habrán llegado hasta esta línea de un escrito tan aburrido. Pero si usted tiene derecho a enlodar a mis padres, a mi patria o a mi Dios, yo tengo derecho a decirle públicamente, que lo que hace está mal.
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