Cuando vendes una casa, realmente no son las cuatro paredes
y el metraje de construcción lo que cuenta, uno no vende cemento, mezcla, tejas
y acabados. No vendes las puertas con sus cerrojos. No vendes los grifos de
agua ni las ventanas. Ni los colores que escogiste, ni la ubicación de los
muebles ni tus rincones favoritos. Vendes un poco de luz. Y vendes espacio que
otros llenarán de memorias que no serán las tuyas. Eso es lo que vendes. Vendes
la nada.
Y uno no llora por la casa, per se, aunque lo parezca. Son
las cosas que pasaron dentro del vacío que todo eso encierra, lo que
verdaderamente queda atrás. Son los detalles. Es la vida que sucedió. Buena,
mala o regular. Es el aire respirado a lo que se renuncia. Y a eso, es muy
difícil ponerle precio.
En esa casa, había empezado el cuento. El “…y fueron felices
para siempre” sopeteado y simplificado de nuestros días, por aquellos que
piensan que la vida no es seria, que la vida es un manojo de sonrisas salpicadas
por dificultades. Aquellos que creen que la historia no sucedió y que uno es
capaz de borrar las decisiones que ha hecho, con nuevos pactos, alianzas o
promesas.
Todo comienza con el anuncio en el periódico. Tan frío.
Fotos en las que no hay gente, pero que en las que deben salir esos rincones
íntimos que edificaron tu cotidianidad. Miento, todo empezó antes, en tomar la
decisión de dar un paso en otra dirección. Hay que inventar disculpas a la vida
que llevas y estar de acuerdo en que no puedes seguir viviéndola así. Hay que
convencerse de que todo puede ser mejor. Y uno puede argumentar que lo que
tiene es suficiente, pero la semilla de la inconformidad ya estará sembrada. Y
como todos sabemos, los sortilegios bien hechos, no se pueden deshacer.
“Todo es por culpa de la nostalgia”, te dices mientras bajas
las escaleras y miras los titulares en el periódico de la vecina. Volverás a
ver otros titulares, pero no los de ese periódico ajeno y puntual, que de algún
modo siempre estaba allí, uno que tus ojos estrenaban cada día.
Los ayeres vienen a ti. A traición. Cuando menos los
esperas. Y te pegan en el estómago, sacándote el aire.
Vas y vienes por el pasillo del amor, aquel del que cuelgan
las fotos bonitas, reservadas para el que pasaba de la sala. Guías a cuantos
han querido ver la casa. Y se te retuerce el estómago. Pero es que hay que
enseñar la casa. No se va a vender sola. Y es que la quieren para alquilarla, o
el precio está muy alto, o es que no tiene elevador, o es que está muy vieja. Y
no tengo que mentir para venderla. En verdad la vendo con un nudo en el alma,
porque no la puedo mantener. Es cuestión de plata. Si por mí fuera, no la
vendo. No me tengo que esforzar inventando falsos beneficios. No hay vicios
ocultos en la sinceridad. Se me han aguado los ojos al hablar de mi casa. Ni me
esfuerzo y lloro. Y pido que suceda un milagro y no haya que venderla. Pero
parece que Dios no opera así.
Primero debes descolgar las fotos, los relojes y las
libélulas. Será de vital importancia que no quede ningún calendario en donde lo
puedas ver, con sus lunas llenas y sus mareas altas. Que no quede la goma de
las calcomanías que pegaron tus hijos y trata de recoger en una bolsa las
sonrisas que aún vuelan por las ventanas, como mariposas en verano. Esos serán puntos
débiles. Llora antes de firmar los documentos, así no te desfragmentarás cuando
tengas a los compradores extendiéndote el cheque del primer abono.
Haz las paces con las grietas, los zócalos y las
imperfecciones del repello original. Pasa el dedo índice por el cemento blanco
de las uniones en el piso, y de aquella mancha que nunca te empeñaste en
quitar. Sopla el polvillo que levantó el taladro de entre los pliegues de la
historia que empezaba con un suspiro y batallaba hasta que el día no diera más.
Cuídate no haber sido demasiado feliz entre sus paredes.
Pero tampoco debes haber derramado muchas lágrimas. Trata de no recordar, pues
en la memoria todos los recuerdos son felices. Así nos traiciona, haciéndonos
pensar que el futuro es incierto y que el pasado fue increíble. Ve a cada
esquina y mira por las ventanas hasta que se te gasten los ojos, hasta que te
aprendas la silueta de la lluvia en la ciudad. Tómate ese último café a toda
hora. Desiste de ir al cine, ir a misa o ver a los amigos y fúndete en tu
sillón, abrazando a tus rodillas. Porque una vez que entregues las llaves,
comenzarás a abrazar las rodillas de otra persona. Una que eres tú sin tu casa.
Sin esa trinchera de la realidad en donde soñaste y moriste cada día.
Te van a dar más ganas de llorar. Mil veces. Mil quinientas
veces. Escoge las que puedas. Llora en serio y en privado. Porque en esos
lugares usualmente vive el amor. Y viven las palabras que no se dijeron, ésas
que se callan porque existen, y porque nadie sabe a dónde van a parar.
Cierra cada puerta, escucha cada gozne, recuerda todo lo que
se quedó sin hacer, para que te queden ilusiones, Nunca sabes cuándo las
necesitarás. No temas que otro escuche lo que saben las paredes o que vean los
abrazos a través de los dinteles. Las casas son discretas.
Quizás no sea para tanto. Al final las cosas son cosas.
Reemplazables y finitas. Pero por si las dudas, sal rápido y conteniendo la
respiración. No te detengas a recoger los pedazos de tu corazón que se
incrustaron entre las baldosas ni los que encallaron en las madrugadas.
Recuerda que en la casa nueva, los rayos del sol dibujarán minutos sin usar.
Tira un beso al aire y que sea como el primer ladrillo, que amuralle los
espacios vacíos, en los que volverás a amar. Sólo un momento más. Y oprimes el
manojo de llaves contra tu pecho. Tan fuerte que marcas los ángulos sobre tus
palmas.
Entonces él entra por la puerta. Te tapas la cara, pero es
muy tarde, ya te ha visto llorar y ahora te abrazas contra su pecho. Y se pregunta si estarán haciendo lo correcto.
Pero todos saben que ya es muy tarde. Los pactos hay que cumplirlos. Los
compradores hacen planes, ven su historia derramada por las esquinas que eran
tuyas. Ya nada se puede echar hacia atrás.
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